• quintadel44: noviembre 2006

    miércoles, noviembre 29, 2006

    1968 EL SEGUNDO SEXO.

    Tengo el volumen II en la mano; el primero debió perderse en algún préstamo. Autora: Simone de Beauvoir. Ediciones siglo veinte, Buenos Aires, 1965.

    He ido directamente a la estantería, por tenerlo cerca mientras os escribo. Está forrado - con un papel cuyo color original se ha desvanecido - para evitar que sus hojas, encuadernadas en rústica, se dispersen. Hasta la última página tiene un subrayado, tan a conciencia me lo leí y releí.

    Quizá una lectora actual lo considere anticuado, y si lo volviera a repasar yo misma detectaría errores, afirmaciones gratuitas, excesiva dependencia del pensamiento marxista, demasiadas concesiones a Freud y un lenguaje súbdito del existencialismo sartriano. Quizá. Pero ha sido el libro más importante de mi vida.

    Me da lo mismo lo que opinen críticos, feministas, intelectuales de izquierda, filósofos y demás. Esa obra me señaló con un dedo firme todos los obstáculos que había tenido que afrontar, me frenaban en aquel momento y debería superar en el futuro para realizarme como persona, por el sólo hecho de haber nacido mujer.

    Lo vi. Entendí lo que hasta entonces había sido una inquietud difusa, un malestar subterráneo, un sentimiento de diferencia que yo pensaba individual y tendía a negar. Beauvoire me explicó inmisericorde que todo lo que yo consideraba una historia personal desgraciada era una condición estructural; me adivinó el pasado y me auguró un porvenir nada cómodo, pero al mismo tiempo me regaló las palabras que necesitaba para definir quién quería ser yo.

    Y me explicó la manera. Me dijo que primero tendría que ser económicamente independiente, por más que - lo decía textualmente - sólo el derecho al voto y el trabajo asalariado no significaran libertad por sí mismos. Además, debería dar un sentido ético a mi independencia, renunciar a la protección masculina, encontrar el equilibrio interior sin olvidar mi sexualidad y mi condición de mujer, repasando - en fin - todas y cada una de las dificultades que encontraría. Algunas, ay, las olvidé.

    Me previno contra los embarazos no deseados, desmenuzó la lucha que debería sostener sólo para alcanzar el nivel en el que los problemas comienzan a plantearse para los hombres, y la dificultad de encontrar respeto por mi esfuerzo en lograr un porvenir profesional. Me advirtió contra las tentaciones de abandono.

    A partir de la última página fui otra persona, porque la lectura de El segundo sexo , por sí sola, me sirvió en bandeja lo que estaba buscando dando palos de ciego: el orgullo de ser yo misma.

    Larga memoria para Simone de Beauvoire, Castor, mi libertadora.

    martes, noviembre 28, 2006

    SOY MADRILEÑA

    Hoy - 27/XI/06, para que no haya malentendidos - he acudido a una tertulia que había organizado la asociación Trasversales con Eduardo Madina, diputado del PSE-EE por Vizcaya y víctima del terrorismo, en la calle Barco.

    Al final, he saludado a alguna gente que no veía hace tiempo, y me he ido, con la intención de tomar el primer taxi que apareciera.

    Qué cosas pasan. Me he encontrado, de pronto, en mitad del barrio en el que se desarrollan las historias que he empezado a narrar en "1968". Al llegar no había caído en la cuenta.

    Todos esos recuerdos que están en mi cabeza, bien arropaditos, ordenados y guardados, y que voy desdoblando a voluntad, se me han bajado al estómago y me lo han retorcido a conciencia: me ha entrado la misma sofoquina que cuando cruzo el Puerto de Leitariegos y entro en Asturias. De sopetón: me he encontrado de sopetón en las calles del barrio de Maravillas y se me ha subido un ataque de nosequé a la garganta, un llanto seco - no estoy tan loca, me sé comportar, controlo: jamás una lágrima por la puta calle, y menos si voy sola - que sólo he reconocido como tal llorera cuando ya estaba en Tribunal, enfrente de la mismísima fachada barroca del edificio que da nombre a la plaza.

    Alternativas: a) buscar el primer taxi; b) subir hasta el café Comercial c) ir hasta el número 13 de aquella calle y mirar aquella fachada.

    De vez en cuando es necesario dejar que los sentimientos ganen la partida. No era muy razonable, a primera vista, dar la vuelta y echar a andar hacia una callejuela absurda y perdida en la noche de mis tiempos; pero si desaprovechaba el momento no iba a averiguar qué razón o razones me estaban sacudiendo de esa manera, de modo que elegí la c).

    Andar de noche por la calle me gusta y me duele y me permite estar conmigo misma mejor que casi ninguna otra cosa. Pensemos, Lula de ahí dentro, pensemos qué nos está ocurriendo: ¿Es nostalgia de la juventud? ¿De lo que pudo haber sido y no fue? ¿De no haber sabido verlo todo con otros ojos más penetrantes? ¿De lo que he ido, quizá, perdiendo en el transcurso de mi vida? La noche enerva. Andar tranquiliza. Me dejé invadir de gente, escaparates, calles estrechas, fachadas de ladrillo visto con balcones de verja en negro, bares poco iluminados, portalones inmensos, pintadas y carteles en las paredes, iglesias barrocas, la estampa modernista del edificio de la Sociedad de Autores, gente en ventanales iluminados en amarillo, en blanco fluorescente, en rosa tamizado. Y fui entendiendo.

    La belleza de esa parte de Madrid es consustancial a mi manera de mirar el resto del mundo, y eso es lo que me había ocurrido: salí del local sin esperarlo, y me encontré con una estampa conocida y disfrutada y asimilada y olvidada que aún sigue viva, no obstante las décadas transcurridas. Viva y guapa. Había sido un momento de éxtasis, de arrobamiento, que se fue deshaciendo primero en esa necesidad de llorar y luego en un sentimiento de estar en sintonía con todo y con todos, de saber quién soy y dónde estoy y qué estoy haciendo y de querer hacer lo que hago.

    Al llegar al número 13, y para terminar, me esperaba una broma: la casa está en la acera de los pares, y he sido incapaz de distinguir, a primera vista, cuál de los tres portales con tres balcones a la calle en el primer piso era la de marras. Entonces, sí: he disimulado una sonrisa ante la ironía y me he puesto a buscar un taxi para llegar a casa cuanto antes.

    Ahora estoy cansada y tengo hambre porque me he sentado frente a la pantalla para contároslo en cuanto he llegado. Siento el estilo atropellado y sentimentaloide, pero me ha dado el punto y si lo dejo para mañana no lo publico, estoy segura.

    domingo, noviembre 26, 2006

    1968 EN EL Nº 13, primero derecha

    La casa estaba - aún está - en la periferia de Chueca, por el barrio de los chisperos, también llamado el barrio de Maravillas. Era un enorme piso con cinco habitaciones convertidas todas ellas en dormitorios; un vestíbulo inmenso que sólo se utilizaba para las visitas formales; una cocina muy amplia con dos frigoríficos y una mesa para comer; un baño completo y un aseo.

    Todas las habitaciones eran dobles y alguna hasta triple. Estaban amuebladas con buen tino: camas, armarios, sillas y mesas para estudiar, todo comprado en almonedas pero recio. Como actualmente hacen algunos inmigrantes avispaíllos, una moza con sentido práctico había firmado un contrato de arrendamiento y se ganaba un dinero realquilando trozos de la casa a estudiantes con pocos recursos. Durante un año vi pasar por allí cerca de veinte chicas, aunque siempre pagábamos lo mismo, fuéramos pocas -ocho o nueve - o no cupiera un alma. Las estables éramos: cuatro españolas, dos suizas, dos austríacas, una argentina y una inglesa. Las austríacas eran nazis que negaban el holocausto. La inglesa era la más joven y guapa y se marchó sin saber estructurar una frase entera en español. Las suizas eran unas imbéciles infinitas. La argentina dejó de recibir dinero en mitad del curso y comía de lo que nos dejábamos robar. Con la arrendataria resultaba imposible mantener una conversación al margen de los asuntos domésticos. Otra de las españolas era monilla y no se complicaba la vida. La tercera resultó ser una asturiana que estudiaba (¿Qué estudiaba Ángeles, Lula?) algo de Ciencias y miraba el mundo como si quisiera metérselo entero dentro de la cabeza; quedé con ella para tal día, diez años más tarde, en el Puerto de Pajares: me acordé de la cita mucho después. La cuarta era yo: había intentado encontrar un colegio mayor, pero no podía pagar el más barato.

    Nos habíamos prohibido terminantemente, por razones obvias, que cualquier indivíduo de género masculino traspasara el vestíbulo; no obstante, por mayoría se aceptó que Hilde admitiera a ciertas horas inocuas a un alumno de alemán en su dormitorio, ya que Hanna - su compañera - había dado su visto bueno. Dos meses después me había enrollado con él. Fue muy liberador para mí. Luego le convencí para que se fuera a Alemania (empezaba a ser peligroso, y no quiero que se interprete mal: se trataba de una persona muy dependiente y con graves problemas psicológicos, al punto que me dió miedo romper abiertamente).

    Aprendí a salir por la noche, a cenar huevos al horno con guisantes y pimientos morrones - los fuegos estaban casi siempre ocupados a la hora en que yo tenía hambre -, a negociar tareas domésticas, a desvelarme hasta la hora de ir a trabajar divagando sobre el cero y el infinito para encontrar una solución matemática al enigma del Universo, a organizar mis horarios según mis necesidades, a elegir qué asignaturas me dejaba para septiembre o más tarde, a qué clases acudir y a cuáles no; a comportarme, en fin, como una estudiante que trabaja y no como una trabajadora que quiere estudiar. Comía en la cantina de la empresa. Trabajaba una semana en turno de mañana y otro de tarde. Acudía a clase cuando podía. Los domingos visitaba a mi madre, a mis hermanas, a mis tías. Iba poco al cine, al teatro y a conciertos: siempre estaba sin blanca. Fidel vivía cerca: me encontré con él un par de veces, hola, qué tal, ahora vivo por aquí.

    Enfrente teníamos un garito donde se cantaba flamenco hasta que nos caíamos todos de sueño. El Gijón estaba cerca. Teníamos a mano el Comercial para citas y demás. Mangábamos libros en El Corte Inglés y la Casa del Libro. Nunca en Fuentetaja, jamás en las pequeñas librerías que nos proporcionaban obras de autores prohibidos en ediciones argentinas. En aquella habitación que me tocó compartir con (continúo sin recordar el nombre de la dichosa argentina), leí los libros más importantes de mi vida, creo.

    Allí sentí una noche como si una pequeña ráfaga de aire, pero más sutil, me hubiera despertado. Pensé en mi tía Luisa, la de la lechería. Al día siguiente mi madre me llamó a la oficina para decirme que se había muerto. Fue una de las poquísimas experiencias extrasensoriales - o como quiera que se llamen esas experiencias - que he tenido en mi vida; años antes había soñado que mi padre perdía la razón. Supongo que tengo olfato para ver ciertas señales. Ni sé por qué os cuento esto, pero no sólo de pan vive el hombre.


    ( Actualización:
    Violeta: la argentina se llamaba Violeta. Y un día desapareció con un abrigo mío puesto. La arrendataria dijo que se había ido a vivir con unos compatriotas
    )

    viernes, noviembre 24, 2006

    MAESTROS DE LA REPÚBLICA.

    Anoche estuve en la presentación del libro "Maestros de la República, los otros santos, los otros mártires" de Maria Antonia Iglesias, en el Palacio de Congresos, que estaba hasta los topes de gente de todas las edades y categorías - hijos, nietos, otros familiares, autoridades académicas, ministros, altos cargos y público republicano en general - que querían homenajear a esos fusilados, deportados, depurados o expedientados por el delito de ser republicanos y haber impartido una enseñanza laica.

    Casi hubo un problema de orden público, porque se quedó muchísima gente fuera que no se resignaba a volver a casa mientras no se demostrara que era físicamente imposible ocupar algún rincón. Fue grandioso.

    Intervinieron la Vicepresidenta Fernández de la Vega y otros ilustres conferenciantes, pero, queridos: la intervención estelar - y eso que fue de las últimas: estoy hablando de un acto que estaba convocado a las siete y media, empezó a las ocho y acabó cerca de las doce de la noche - la que me enamoró, me encendió, me emocionó hasta las lágrimas (bueno: ya había soltado previamente alguna), la que puso el dedo en la llaga más sangrante, fue la de SANTIAGO CARRILLO.

    Señaló con el dedo a la Iglesia Católica. Estableció un paralelismo entre aquellos años y el hoy que estamos viviendo todos, comparando el ideario de aquella derecha sañuda con la actual, y la corrupción moral que supuso el franquismo con la complicidad de los curas, trasladando las supuestas culpas de los padres a los hijos. Juan XXIII ha canonizado a "mártires" del bando insurgente de la Guerra Civil. Y (esto es un añadido mío, aunque flotaba en el ambiente)la Ley de Memoria Histórica que proyecta el Gobierno soslaya la anulación de todas las sentencias de la Dictadura, incluso de los juicios sumarísimos, contra aquellos que violaron las leyes franquistas por dignidad. Todo por miedo al PP. El Gobierno está tratando de legislar al margen y en contra de la legislación internacional competente en temas de Derechos Humanos, aplicables en el caso de las víctimas del franquismo; ni siquiera la mayoría de los militantes socialistas de a pie están de acuerdo.

    Un nonagenario prácticamente ciego, lúcido y casi desconocido - cuando no despreciado - por las nuevas generaciones, dio ayer una lección magistral de independencia intelectual, de finura verbal y combatividad, al señalar con el dedo la injusticia histórica que supone olvidar el daño ejercido por la violencia franquista contra quienes defendieron una legalidad y contra sus descendientes, sin que por ello su intervención sonara a panfleto. Dijo las verdades del barquero sin asomo de demagogia ni revanchismo: esto es lo que hay, y lo demás es música de campanas.

    Gracias, Don Santiago.

    No os doy más la vara: quien quiera saber más, puede averiguarlo en http://www.derechos.org/nizkor/espana/doc/ilegal.html

    (Mañana continuaré con el culebrón, si no hay novedad).

    jueves, noviembre 23, 2006

    1968 PLANO GENERAL

    Pues, si: 1968 fue un año de buena cosecha para mí.

    Duró algo más de doce meses, por lo cual voy a permitirme la licencia de englobar en ese título algunas historietas previas y posteriores.

    No bien rompí con Fidel, me las ingenié para conseguir un traslado a las oficinas de Madrid, para matricularme en la Facultad de Filosofía y Letras.

    El siguiente paso fue irme de casa. Cuando cumplí los veintitrés - edad en la que por aquel entonces una chica podía independizarse de la tutela paterna sin que la policía la devolviera al domicilio familiar - me busqué un piso de estudiantes y el día señalado aguanté maleta en mano el ataque de histeria de mi madre. Mi padre por entonces ya estaba con una demencia senil que le volvía indiferente a cualquier incidencia externa. El hermano hizo como que no se enteraba. Las hermanas estaban demasiado ocupadas en criar hijos como para meterse en más berenjenales: supongo que no les parecía bien, pero en algún sentido lo entendían. Prometí que mi decisión no rompería la relación afectiva que hubiere hasta entonces, y que volvería encantada a comer los domingos y a celebrar la Nochebuena, esas cosas.

    Estaba conociendo otras gentes, elaborando bocetos vitales a corto, medio y largo plazo, contabilizando mis ingresos y gastos, aprendiendo a controlar mi vida. Deseaba, ante todo, caminar por el mundo sin temor a reprimendas, quererme a mí misma por mí misma y no por los actos que otros esperaban de mí. Estaba harta de consignas, consejos no solicitados, amenazas y tabúes ajenos. Creía saber lo que quería, ay, Señor.

    Leía cada vez más, y con más criterio, pero seguía siendo, a mis veintitrés años, una niña ignorante, aunque no indefensa: pensaba, por un lado, que el mundo entero estaba a mi alcance, si me esforzaba lo suficiente. Deseaba, ante todo (creo, imagino, concluyo ahora), desmarcarme de un destino que se suponía escrito ya y que yo aborrecía por injusto. Sin embargo, comenzaba a entender que eso no era una cuestión meramente individual, y que la Dictadura franquista tenía mucho que ver con los condicionantes a que me tenía que enfrentar, de modo que me puse a la tarea de elegir a mis amigos en función de criterios - más intuitivos que racionales - relacionados con una visión del mundo más abierta e igualitaria.

    Tenía ambiciones: aprender, escribir, viajar, amar y ser amada. Me concentraba en intentar comprenderlo todo. Comenzaba a descubrir una ética laica, exigente pero inteligible para mí: Justicia, Igualdad y Solidaridad, grandes palabras que me enamoraban más que cualquier par de ojos bonitos o un bolero bien bailado.

    Así que me convertí en una adelantada a mi tiempo con conocimiento de causa: a ver cuántas muchachas de mi época se habían atrevido a largarse de casa sin la excusa de estudiar en otra ciudad o de ir al Reino Unido para aprender inglés. Me sentía orgullosa de mí misma. Supongo que era una arrogante vanidosa insoportable y snob para la mayoría de las personas que se topaban conmigo, pero siempre hay un roto para un descosido, y además no olvidéis que era un bombón: eso siempre facilita las cosas.

    miércoles, noviembre 22, 2006

    1962 MORALEJAS

    He pasado el día leyendo bitácoras, aunque no he comentado en todas. Ando cansina y malhumorada: un amigo, de los pocos que me leen, me ha dicho que, aún sabiendo que la historia es cierta, el final del último post queda como traído por los pelos. Mala suerte.

    Ahora quedarían dos caminos: o sigo dando la vara con el tal, que ya me aburre hasta el bostezo, o paso directamente a l968 (que también yo lo viví, aunque no en París, como hicieron al parecer el 99% de los progres , y eso que entonces no había Erasmus).

    Para que la cosa no quede tan caricaturesca, os paso en clave de telegrama lo que sucedió hasta el final verdadero:

    - Otro gatillazo, llanto fidelísimo, este chico está fatal tiene razón las anfetas le jodieron el SN, él no consigue coito yo consigo placer sin culpa CON ÉL, y encima se da cuenta de lo simbólico de la situación. Correos electrónicos larguísimos explicando vida una vez más, con más detalle pero mismo rollo. Último correo razonable por mi parte dando por hecho que está mejor, ya no tiene pesadillas y conviene dejarlo estar. Despedida por su parte cerrando dirección de correo y tirando móvil para no ser localizado: olvidó que tengo tarjetas de empresa por un tubo ytf. de su casa de Madrid en móvil, qué gente más miedosa la que tiene pufos económicos e infidelidades que ocultar.

    -Moralejas:
    1. No presumas de nada que tu interlocutor no sepa apreciar 2. No busques antiguos amores, que es peor 3. Pocas veces la vida te da ocasión de ajustar cuentas: si ocurre, no te cortes. 4. Aunque no busques venganza, a veces te la sirven en bandeja: no te sientas culpable 5. Si regalas un anillo de oro blanco y brillantes, no lo mandes por mensajero diciendo que te vas de España, porque es la mejor excusa para que se lo queden y encima no te lo agradezcan, por cutre. 6. Si quieres echarle un polvo a una moza que dejaste escapar en su momento, asegúrate de que la moza en cuestión no esté de vuelta 7. El dinero no da la felicidad, aunque hayas sido un muertodehambre en tu infancia 8. Hacer dinero y confesar que ha sido por medios ilícitos en su mayoría no es modo de ganarte el respeto del personal 9. No apuestes siempre al caballo ganador 10. Si quieres demostrar lo bueno que eres, no vayas por ahí contando que entregas a una ONG el 15% de tu sueldo, cuando tus verdaderas ganancias no salen de ésa nómina. 11. Cuando alguien está como una regadera, no insistas queriendo comprender: va a ser inútil.

    Fin (provisional).

    (Si alguno de vosotros ha sacado alguna otra conclusión, por favor, por favor, por favor: hacédmela saber).

    martes, noviembre 21, 2006

    1962 APOTEOSIS SEMIFINAL

    Una tarde, poco antes de Nochebuena, Fidel me anunció que el ocho de enero se marchaba fuera de España por un período de tiempo indefinido: se establecería en cierta ciudad europea con su mujer. Esa noche me pidió subir a casa; creo que fue el día del sorteo de Navidad: me había regalado un décimo del número que repartía entre sus clientes, y estaba convencido de que la noche de fin de año nos juntaríamos en París todos los agraciados con su buena suerte, pero la realidad nos dejó incluso sin el reintegro. Abrí la puerta atragantada de risa con las ocurrencias que él venía soltando desde que entró por el portal. Entonces cerró la boca.

    Estaba evaluando económicamente mi apartamento. Me dí perfecta cuenta por la lentitud con la que se dirigió al sofá, se quitó el abrigo mirando en dónde colgarlo, escudriñó la librería y el resto de las paredes y se sentó. Me dejó pasmada: no me había mirado ni una sola vez: verdaderamente, pensé, lo de este hombre es una enfermedad. Mientras le preparaba una copa - casi no bebo, repetía constantemente, mientras trasegaba como un marinero escocés - medité sobre lo que se suponía que iba a suceder, sobre quiénes éramos, qué queríamos, qué buscábamos el uno en el otro, y concluí que tampoco tenía tanta importancia buscar justificaciones.

    A veces, sólo a veces, siento que soy yo quien debo tomar la iniciativa porque él - cualquiera de los ellos que han participado en parte de mi vida - lo desea, lo necesita, lo busca, lo insinúa, o demora el encuentro más de lo razonable. Sobre la marcha, decidí impedirme la mala pasada de tener que lamentar lo que no hiciera esa noche y, en lugar de sentarme a su lado, le tomé de la mano y le llevé a mi dormitorio.

    Balbuceaba incoherencias mientras le quitaba la chaqueta sin molestarme en sonreír; le desabroché la camisa y le pasé la mano por el vello canoso de su pecho algo flácido. Terminó de desnudarse de manera técnicamente perfecta - zapatos, calcetines, pantalón - evitando mis ojos. Entonces ya no quedaba otra cosa que hacer que esconder la cabeza entre su cuello y su hombro. Había un adolescente asustado en su respiración, en el olor que desprendía, en la manera precipitada con que comenzó a manejar mi cuerpo.

    No estaba entregada, pero me ofrecí complaciente. Por una vez, hubo sintonía: ambos teníamos en la cabeza un pasado muy lejano. Me esforcé en acariciar ese cuerpo real, a ese hombre harto de sí mismo que se encontraba conmigo y con aquella a la vez.

    Dijo cosas bellísimas y altisonantes, como si estuviera representando una escena teatral. Cada caricia suya se resolvía en un dictamen sobre mis ojos, mis pechos, mi ombligo, mi piel. Daba la impresión de que estuviera valorando una estatua, más que disfrutando de lo que sus sentidos le proponían. Supongo que comparaba mi presencia con la imagen que guardaba en su memoria. Reprimí el impulso de echarme a reir y mandarle a casa: fui compasiva, sin embargo, y decidí que un polvo sólo es un polvo y no una sesión de psicoterapia.

    (Sí, me acordé de Andrés, pero aquello no tenía nada que ver con nosotros: esa noche yo estaba en otra parte de mi vida que era necesario volver a pisar).

    Me proporcionó dos orgasmos alegres y superficiales. No quise admitir lo que estaba sucediendo - aducía mentalmente que la edad, el alcohol, el cansancio, la emoción quizá retardaban su respuesta - hasta que él se detuvo en seco:

    - No sé qué me sucede.

    - No pasa nada: se diría incluso que es más natural lo tuyo que lo mío.

    - Te juro que nunca me había ocurrido antes

    Casi le solté un "eso se lo dirás a todas", pero no merecía la pena. Le acaricié el pelo en silencio, como quien consuela al escolar que ha fracasado en el examen, porque intuí que era así como se sentía. De pronto recuperó la máscara de machito y se puso a perorar una vez más sobre sus hazañas sexuales. Me entró sueño, y mi cama es sólo mía.

    Los días siguientes fueron un sin vivir de mensajes, llamadas, correos. El 29 de diciembre subió de nuevo a casa. Fue la última vez.

    lunes, noviembre 20, 2006

    1962 MÁS DE LO MISMO

    Fidel empezó a ir y venir. Me llamaba, me escribía correos ininteligibles, me enviaba mensajes por el móvil. Estaba desquiciado. Entre viaje y viaje, nos veíamos.

    Por mi cumpleaños, me envió un enorme centro floral desde Bruselas.

    Cuando regresaba a Madrid, íbamos a comer, a cenar, a la zarzuela, a pasar el día en Toledo, a pasear por Chueca, su antiguo barrio. Hablábamos más de su vida que de la mía, aunque siempre se quejaba de que no le prestaba atención, y acertaba en el sentido de que su discurso no me impresionaba en la manera él pretendía: resultaba tan banal, tan plano, que no podía creer que eso fuera todo. Además, me gustaba el modo en que me miraba, ahora sí, ya, a mí.

    Nuestros encuentros eran pugilatos verbales sin ganador, con intermedios en los que nos acariciábamos con los ojos, con las manos, en silencio. No existía asunto en el que pudiéramos ponernos de acuerdo. Sólo me conmovía cuando me explicaba sus crisis nocturnas, el amor por sus hijos, sus frustradas veleidades literarias, o me recitaba algún poema ya escuchado cuatro décadas atrás. Me asustaba cuando ponía en cuestión toda su vida de casado y al mismo tiempo reconocía su dependencia de ese orden doméstico. Me pasmaban sus miedos. Me divertía cuando soltaba discursos surrealistas sobre las calles abarrotadas de frío por donde paseábamos o si, con premeditación, nocturnidad y alevosía, me arrinconaba para soltar exabruptos acerca de lo que un día me iba a hacer cuando me pillara desprevenida. Reproducía las actitudes, las frases, los gestos de entonces. A veces me abrazaba hasta hacerme daño. A veces nos besábamos casi castamente. En ocasiones me provocaba vergüenza ajena, y otras me enternecía. Insistía en que era incapaz de integrar amor y sexualidad, que jamás volvería a amar, ni siquiera a mí; que su vida sentimental estaba destrozada, que no dormía, que yo le volvía loco. Me adjuntaba retazos, sin ilación entre sí, de un libro que pensaba escribir. No intentaba acostarse conmigo, pero tampoco disimulaba su deseo.

    Le veía estar, y me preguntaba en dónde guardaría sus verdaderos sueños. No podía creer que hacer dinero se hubiera convertido en la pasión de su vida, que fuera tan convencional, tan a la moda del siglo. Sus pesadillas y los pocos escritos que me enseñó mostraban una contradicción brutal con su trayectoria. Debía sufrir mucho, por la causa que fuere, y a esa percepción me atenía, más que a sus palabras. Y yo había caido en la trampa del querer saber más.

    Tenía varios pisos en Madrid, un chalé en Pozuelo, una casa en la Sierra, algunas fincas rústicas esperando recalificaciones, cuentas corrientes en el extranjero, varios coches... Todo a nombre de su mujer, que, naturalmente, no trabajaba desde que se casaron. Los hijos eran unos ejecutivos con mucho futuro. Confesó pasos de frontera con millones en el maletín, sobornos, informaciones privilegiadas... Estaba en la cresta de la ola y se sentía orgulloso de que ni sus hijos ni los hijos de los hijos de sus hijos fueran a pasar hambre gracias a su esfuerzo: en eso había empleado su vida. Fue prudente en los datos concretos, o quizá mintiera.

    Mis amigos andaban como moscas, preguntando cómo era el tipo, cómo iba la cosa, qué iba a hacer yo.

    Andrés volvió de América. Le había mantenido al tanto de todo. El veinte de diciembre, me hizo saber que esas Navidades no vendría por Madrid: tenía mucho trabajo, sus padres no estaban bien, y toda la familia se iba a reunir, quizá por última vez. Utilizó ese tono distante al que recurre cuando tiene que decirme algo que no me va a gustar, y que yo aborrezco: saca la voz del personaje público equilibrado y educadísimo pero implacable; un discurso tajante, sin apelación posible. Quizá yo quisiera enfadarme, pero tampoco lo hice con más ni menos rabia que en otras ocasiones en las que he sentido que nuestra relación quedaba postergada a lo que él considera obligaciones ineludibles. Me desquicia cuando se pone a la defensiva: le dije que, por mí, como si no volvía. Mi hijo venía a España: yo no pensaba moverme de mi casa. Me apetecía llevar la otra historia hasta donde diera de sí, esa es la escueta verdad; los tres estábamos al cabo de la calle y actuábamos en consecuencia, supongo.

    Y lo que estáis queriendo saber desde el principio del post es si terminamos en la cama: pues, terminamos en la cama, ha llegado el momento de decirlo, aunque esa es una frase deliberadamente ambígua que requiere explicación por mi parte, una explicación elaborada ahora, casi un año después.

    (¡Ah!, Por cierto, y antes de continuar: Andrés tampoco es un santo, pero no estoy hablando de su vida, sino de la mía).

    sábado, noviembre 18, 2006

    1962 COLOFÓN INTERMINABLE

    Ni siquiera le había dado mi teléfono.

    Recibí un correo electrónico muy escueto: ¿qué hacía con el libro: me lo enviaba por mensajero, me lo entregaba en mano? Al día siguiente salía de viaje por una semana. Mi respuesta pedía perdón por el olvido y preguntaba si tendría un momento para tomar café.

    Me vino a buscar a la hora de comer. Fuimos a un lugar absurdo, lleno de camareros de los que no te dejan vivir, todo el tiempo preguntándote qué tal todo, enseñando el pescado crudo y escanciando el vino. Estuve hablándole de Andrés. Hizo como que encajaba. Entonces se lanzó a ennumerar las amantes "de más de una semana" que había tenido, y alardeó de que la actual era una famosa arquitecta que siempre estaba disponible para él, a la hora que quisiera:

    - Está enamorada de mí. Sabe que yo soy incapaz de amar a nadie. Ni siquiera podría quererte a tí, ya. Hoy mismo voy a cortar con ella.

    Para vomitar, vamos.

    A mí me iba pareciendo que importaba muy poco si me quería o no, y que la energía erótica que se desprendía del uno hacia el otro era evidente hasta para el cobrador del parking. Fuimos a un pub. Íbamos hablando de la etapa en que él militó en cierto partido de izquierda, ya desaparecido, y sus maniobras a cuenta de la búsqueda de "financiación". Según nos estábamos sentando, pronunció una frase injuriosa y resentida:

    - Desengáñate, Lula: Todos los políticos son unos corruptos.

    Cogí mi abrigo y el bolso y me levanté para irme. Mis ataques de ira son como tormentas secas:

    - Me parece no sólo una cobardía por tu parte: eso es una mentira deleznable. Que tú hayas robado para tí en nombre de tu partido no te capacita para echar mierda encima a nadie.

    - Siéntate, mujer.

    - Retira lo que has dicho. Discúlpate. No tienes ningún derecho a soltar ese tipo de calumnias.

    - Es cierto, lo siento: no tengo derecho a juzgar a todo el mundo sin más.

    Me quedé. Dios sabe por qué, pero me quedé.

    Su viaje duraría siete u ocho días. Negocios fuera de España: una empresa - de la cual era accionista mayoritario - estaba en trance de desaparecer a causa de una multinacional avariciosa. Los negocios que había hecho a lo largo de su vida eran su canción preferida: a mí, ni la letra ni la música me entusiasmaban, y él se daba cuenta.

    - Cada vez que te hablo de mi trabajo me interrumpes.

    - ¿Qué quieres que te diga? No me parece especialmente interesante. Compras, vendes, haces dinero. Ya está.

    - Es que eso es lo único que he hecho durante todo este tiempo: trabajar, y ahora estoy en un momento muy difícil: a punto de jubilarme y teniendo que luchar por que no se venga abajo la obra de mi vida. Quizá tenga que irme a vivir al extranjero durante mucho tiempo. Tengo más empresas, no me voy a arruinar, pero esta es mi joya de la corona.

    Ese Fidel no me interesaba en absoluto, pero mi olfato me decía que tenía que haber algo más para que me apeteciera tanto continuar escarbando.

    - Es tarde, tengo que irme. Llámame cuando vuelvas.

    (Añado mi respuesta a un correo electrónico que me envió esa misma noche, lleno de quejas e interrogaciones, y que por motivos obvios no reproduzco:

    "Creo que hay un problema de comunicación enorme entre nosotros. Hablamos un lenguaje diferente, o sólo escuchamos, leemos y entendemos lo que refuerza nuestra opinión previa.

    Cuando quise irme del bar, fue porque hiciste una generalización, literalmente: "Todos los que están metidos en la política son unos corruptos". Y la volverías a firmar, estoy segura. Yo jamás diría que todos los empresarios - como tú - son reaccionarios, ni que todas las amas de casa - como tu mujer - son analfabetas. Fue el "todos" lo que me soliviantó: pertenece al tipo de afirmaciones imposibles de rebatir, porque quien las pronuncia no está dispuesto a aceptar argumentos en contra.

    Por otro lado, no necesitas explicarme, una vez más, por qué te has decantado por la vida profesional que llevas, puesto que lo he comprendido desde el principio: no tiene nada que ver con la tacañería ni con la avaricia, sino con el recuerdo del hambre. Permiteme, en cualquier caso, que considere que no era tu única alternativa, ni la mejor para desarrollar todas tus capacidades. Me parece que no te ha proporcionado serenidad, ni alegría, ni empatía. Quizá sí sentimiento de cierto deber cumplido, lo cual no es poco, aunque acaso has pagado un precio demasiado alto por ello. En cuanto a la satisfacción de proporcionar una estabilidad económica a los tuyos, es lo natural; el quid está en si esa es la prioridad, o hay otros valores por encima.

    Puedes escribirme siempre que quieras, si eso te sirve para lo que sea que estés necesitando."

    jueves, noviembre 16, 2006

    1962 COLOFÓN ( IV )

    Bailaba peor que en mi memoria. Me cansé enseguida y quise irme a casa.

    En el coche - uno de esos que van proclamando lo caríiiiiiiiiiisimos que son, con asientos de cuero y todo tipo de artilugios que demuestran el estatuto económico - Me hizo la única pregunta que recuerdo haberle escuchado esa noche:

    - Lo que me gustaría saber, si no te importa decírmelo, si te acuerdas, si quieres hacerlo, es por qué me dejaste.

    Íbamos por una calle Almagro casi vacía, y debían ser las dos de la mañana, más o menos. Fue estúpido por su parte indagar, ahora que lo pienso: puso las cosas en su sitio. Mis respuestas salieron como disparadas por ametralladora:

    - Porque eras un machista. Porque me obligabas a mentirte. Porque me mentías. Porque nada de lo que hacía te parecía bien. Porque querías cambiarme. Porque entre tú y mi madre me estábais matando.

    Controló su impulso de frenar y sujetó el volante como si le fuera la vida en ello. Que no hubiera preguntado.

    - Yo no era más machista que cualquier otro hombre, entonces. Ahora no lo soy en absoluto. Pero lo que más me duele es que me compares con tu madre. ¿Sabes que cuando me enteré de que te habías ido de casa la llamé y tuve con ella una bronca monumental?

    Recordaba que mi madre me dijera que Fidel había llamado, culpándola de que me hubiera ido de casa, pero ella había comentado el asunto como algo anecdótico.

    - Pues le espeté que te trataba como si no fueras su hija, y que todo su amor de madre lo gastaba en tus hermanas. La puse a parir. Le dije que tú valías mucho más y eras mejor persona que el resto de tu familia al completo. Estuvimos una hora al teléfono. Me despaché a gusto.

    Carajo. Eso sí que era una revelación.

    - Y ¿qué dijo ella?

    - Lloró.

    Eso no invalidaba todas mis demás razones. De todos modos, ya estábamos llegando a casa. Aparcó concienzudamente, un poco más allá de mi portal. La imagen de mi madre llorando me había congelado las ganas de juguetear. Sin embargo, para despedirme, acerqué mi cara a la suya con descaro.

    Y me besó, claro. Fue un acercamiento inseguro por su parte, de alguien que no sabe a quién está besando y busca señales que le permitan adivinar. Yo, en cambio, reconoci sin dudar a un desconocido. Lo que me apetecía era dejarle ese beso puesto, y nada más, pero diré en mi descargo que fuí tierna y sincera.

    Así que salí del coche sin darle tiempo a que me abriera la puerta. Me dejé olvidados el librote y la rosa. El pañuelo, como quien dice.

    miércoles, noviembre 15, 2006

    1962 COLOFÓN ( III )

    En la cervecería sólo me consultó para que yo afirmara. No me molesté en pequeñeces como qué íbamos a picotear. Pidió las raciones más caras: gamba blanca de Huelva cocida y quisquillas.

    Él continuaba hablando. A mí las quisquillas y las gambas me vuelven loca. Anoté mentalmente que nunca habíamos tenido posibilidad de hacer aquello entonces, y que quizá por eso. Me enterneció.

    Su relato me fascinaba como las mentiras que se inventaba cuarenta años antes. Y me daba cuenta de ello. Peligro. Espera, métele los dedos en la boca y que vomite hasta que se quede vacío. Dale tú algo de carnaza para que pique, pero espera, Lula, que tú eres muy precipitona y aquí hay algo raro.

    - Bueno, cuenta.

    - Si; pues te llevo buscando mucho tiempo. Quiero que sepas, como prólogo, que nunca me he vuelto a enamorar; que la única mujer de la que he estado enamorado en mi vida has sido tú.

    - Ya. Seguro. Después de Toñi - yo misma me sorprendí de recordar aún el odiado nombre -

    - ¿Todavía te acuerdas de ella? ¡ Por Dios, Lula, si eso fue una cosa de dos meses, una tontería de adolescente!

    - Pues bien que quedabas con ella para consolarla de aquella historia del hijo que le inscribieron en el Registro como hermano suyo.

    -- ¡Hombreeeeeeeeeee!, es que aquello fue muy fuerte. Pero amor, lo que se dice amor, sólo lo he sentido una vez. Ni antes, ni después ¡Eras tan dulce, tan sexy, tan guapa, tan inteligente! Si te ponías a dibujar, lo hacías mejor que nadie. Si escribías, daba gusto leerte. Y ¡Aquellos trajes que diseñabas y te hacías tú misma!...

    - ¡Mira!, ya me lo podías haber dicho entonces.

    - Ya. Lo siento. Quizá tenía contigo un cierto complejo de inferioridad. Muchas veces, a lo largo de estos años, lo he hablado con mi hermana y con Fede, ¿te acuerdas de Fede?

    Y de su novia. ¿Se habían casado? Si, y formaban una feliz pareja, aunque él continuaba siendo un tarambana. Ellos también me recordaban con muchísimo cariño. Hay que ver. Ese camino estaba plagado de blandenguerías, de modo que:

    - Pero tú te has casado...

    - Y no le he sido fiel a mí mujer ni un sólo día. Me dejé cazar: era mi secretaria cuando dirigía una fábrica en Pamplona, la gente empezó a murmurar, dieron por hecho que, mis jefes me hicieron insinuaciones... No me importaba nada, y era bueno para mis posibilidades de ascenso estar casado. Mi madre - que murió el año pasado - la llamó siempre "la Otra".

    Sentí lo de su madre. ¿Su hermana? También se había casado, con un imbécil, por cierto.

    - Bueno. El caso es que llevo muchos años con un sueño repetitivo: quedo contigo y nos vemos así, como estamos ahora. Tú, claro, tienes el físico de entonces, aunque, todo hay que decirlo, ahora tampoco estás nada mal, pero tu sonrisa ya no es tan dulce... Sigo con el sueño: hablamos, nos contamos y luego me das un beso en la mejilla y te vas. Entonces me despierto húmedo de sudor y sollozando porque te has ido. A veces es tan vívido que la angustia me paraliza. Y en los últimos meses la frecuencia ya se ha hecho insoportable.

    Por Freud. No creía capaz a nadie de tamaño invento para justificar una simple cita, pero siempre fue buen actor. Me dejé arrastrar por mi afición a las historias fantásticas: nada malo podía haber en creérmelo durante un par de horas, teniendo en cuenta que la línea de amargura de su boca, ya de por sí evidente, se intensificaba en cada pausa y que el temblor de sus manos se había trasladado a su voz. Para mí que, efectivamente, estaba algo trastornado; debería pensar en ello antes de llegar a casa.

    Cerraron la cervecería y nos fuimos hacia Barceló. En ese momento llamó Andrés, y Fidel se retiró unos pasos, suficientes como para escuchar sin parecer grosero. Les dije a ambos al tiempo que me apetecía ir a bailar: una maldad mía, lo sé.

    Mientras andábamos buscando un bareto con música donde tomar la última copa y echar unas piezas,le conté algo de mi vida. No parecía interesarle mucho, como si todo lo que le fuera a decir ya lo supiera. Nos metimos en un antro: sonaba una bachata y a mí las bachatas me hacen olvidar cualquier cosa de la que deba acordarme.

    martes, noviembre 14, 2006

    1962 COLOFÓN ( II )

    Estaba esperándome con una rosa roja en la mano y un enorme paquete bajo el brazo. Al abrazarnos y ya en la mesa, mientras yo desenvolvía el regalo que me entregó, temblaba de tal manera que le diagnostiqué imprudente un Párkingson avanzado.

    El envoltorio contenía el libro de arte más caro que había encontrado en Crisol, supongo. Me pareció demasiado pomposo para la ocasión, pensamiento que arrinconé de inmediato en mi sarcástica cocotera: no iba a empezar con mis tiquismiquis de siempre.

    Sus primeras palabras fueron, más o menos:

    - Venía pidiendo a Dios que no hubieras engordado. Menos mal, jeje. - pausa temblona y mirada a sus zapatos - Bueno, lo primero que quiero decirte es que me perdones por todo lo que te hice pasar, y no me interumpas, que lo traigo aprendido y me despisto. En aquellos años vivía a base de anfetaminas para poder trabajar, sacar la carrera lo antes posible, estar contigo, leer... Las pastillas me destrozaron el sistema nervioso y desde entonces padezco insomnio, no duermo más de tres o cuatro horas al día, ni siquiera con somníferos. Achácale mis salidas de tono a que realmente estaba siempre espiditado.

    Le dije algo así como que todos teníamos problemas en aquella época y no tenía que disculparse por nada, pero sobre todo le miraba hablar: había envejecido, claro, y de una manera como descompensada: el cabello ralo, tripita aunque no estaba grueso, los rasgos de su cara se habían descolgado sin demasiadas arrugas y la mirada se le había apagado.

    - Llevo meses intentando localizarte por Internet. Una vez ví a tu cuñado y me dijo que vivías en Barcelona, que estabas casada y tenías un hijo. He llegado a ponerte un anuncio en la Vanguardia, mira - Me sacó un viejo recorte de periódico de una carpeta en la que hasta ese momento no me había fijado - Tengo cientos de referencias con tu nombre y apellidos. Incluso una vez pensé que habías muerto, por una noticia que apareció en un diario de Venezuela. En fin...

    Volví a interrumpirle para declarar mi incredulidad: no era posible tanta noticia referida a una persona tan insignificante. Estoy en alguna web de los tiempos de mis veleidades políticas, y por mi trabajo aparezco en algunas otras, pero no llegará a dos docenas. El resto pertenecía a homónimas mucho más importantes que yo, seguro.

    - Ya, ya, - me contestó - luego he tenido que hacer la selección, a partir de los pocos datos de los que disponía. Sé cuál es tu sindicato, cuál es tu partido, la dirección de tu oficina... Te ha cambiado mucho la voz.

    Y todo lo demás, mira éste, pensé. No me dejaba meter baza. Me contó que llevaba casado desde el 69, que tenía dos hijos, que su matrimonio fue desde el principio sin amor por su parte, y gracias a eso estaba durando. Que desde que yo le había dejado se había dedicado a follarse a todo lo que se movía. Pues, qué bien.

    - Vale, pero, ¿por qué me has buscado ahora precisamente, y no hace veinte, o diez años, por ejemplo?

    - Ahora te lo cuento, pero primero vamos a cenar, si puedes.

    - Puedo.

    - No he reservado en ningún restaurante.

    - No tengo mucha hambre, prefiero picar.

    - Entonces vamos andando hasta la Cervecería Santa Bárbara, si te parece.

    - Me parece.

    Me cogió del brazo para salir. Fuera, fuí yo quien se colgó del suyo: era Fidel.

    lunes, noviembre 13, 2006

    1962 COLOFÓN ( I )

    ( Esta parte es difícil, por reciente, veré que se puede hacer. Ahí va).

    En octubre de 2005, revisando el correo electrónico en la oficina, me encuentro este mensaje:

    "Distinguida Señora:

    Perdone mi atrevimiento; estoy intentando localizar a una persona con sus mismos nombres y apellidos, que hace muchos años vivía en la Calle.... nº ..... Le ruego disculpe las molestias si no es usted.
    Queda suyo affmo.

    Fidel X X X "


    Había encontrado mi dirección de correo oficial en el anuncio de un curso que yo coordinaba.

    Le contesté de inmediato, claro. Me apetecía muchísimo verle, y así se lo decía. Hubo un cruce de varios mensajes, y finalmente quedamos un viernes en el Café Comercial, muy cerca de nuestra bienamada y ya desaparecida Academia.

    Andrés adivinó que la historia no se iba a quedar en una charla de una tarde. Con resignación me advirtió de que las asignaturas pendientes... En cualquier caso, él tenía que hacer un viaje a una Universidad de Iberoamérica que duraría varias semanas, tiempo, según él, más que suficiente para "lo que fuera". Casi me molestó que mostrara cierto desinterés, lo cual, por otra parte, podía ser un mecanismo de defensa, en fin, una de esas reacciones paradójicas que todos podemos tener ante lo inesperado.

    Ese viernes me miré al espejo con rabia. Cuarenta años son demasiados, por más que también hubieran pasado por él.


    P.D.: Consulta al respetable:

    ¿Prefieren ustedes que despache este asunto en un par de entraditas, o me alargo lo que sea necesario para explicar bien explicado el asunto, aunque siempre sin exagerar?

    sábado, noviembre 11, 2006

    1962 ESCALAS DE VALORES

    Ambos teníamos la misma necesidad desesperada de crecer, de salir de la mierda en la que estábamos empantanados.

    Fidel se apoyaba en Dios y buscaba Familia, Estabilidad económica, Cultura, Libertad.

    A mí me importaban el Amor, la Cultura, la Honradez, la Belleza.

    (Nótese que sus objetivos eran mucho más prácticos que los míos, aunque coincidiéramos en la pasión por la Cultura. Para mí Dios sólo era una entidad que estaba fuera del alcance de mi entendimiento; él, en cambio, relacionaba todos sus actos con el Todopoderoso de Roma, y los juzgaba por ese patrón; el amor le era algo sobrevenido).

    Ya ambos habíamos aprendido que nuestras dificultades para avanzar tenían que ver con el país que nos había tocado; con todo, no considerábamos que fuera responsabilidad nuestra hacer nada para que las cosas cambiaran; nuestros proyectos eran individuales: estudiar, aprender, entender, comprender, avanzar, mejorar por nuestra cuenta. Y, en ese designio, ni siquiera intentábamos ayudarnos el uno al otro.

    Él se empeñó en hacer de mí una mujer mujer, es decir: católica, sumisa, siempre sonriente y dispuesta a seguirle en sus ambiciones. Alguien en quien descargar sus problemas, sus necesidades, sus alegrías y tristezas. Yo sería el centro de su hogar cristiano y la madre de sus hijos. Siento que suene tan manido.

    A mi se me iba mucho la olla con eso de convertirme en una mujer mujer. Lo intentaba, juro que lo intentaba, pero me aburría hasta lo indecible. Le mentía. No me reconocía en esa que debía ser para sentirme amada.

    Mi desorientación iba mucho más allá: no sabía qué hacer conmigo misma ni siquiera cuando nos enfadábamos y por unas semanas me encontraba en situación de pensar por mi cuenta. Un año me matriculé en un curso de Diseño de Moda en la Escuela de Artes y Oficios. Lo dejé. Escribía. Lloraba. Leía. Hacía nuevos amigos. Me pintaba los ojos.

    Así, durante casi cuatro años. Una noche, en mi portal, le dije con toda la tristeza del mundo que hasta ahí. No quería más Dios, ni más sumisión, ni más prohibiciones por su parte. Quería fumar si me apetecía, cortarme el pelo cuando me viniera en gana, que Mariluz continuara siendo amiga mía, cometer mis propios errores, irme a Inglaterra si me era posible, pensar quién y cómo quería ser yo sin tenerle como referente. Había entendido que hay cuestiones innegociables, ni siquiera por amor.

    Así que me escapé también de ese establo.

    viernes, noviembre 10, 2006

    ALGO MÁS QUE CINE.

    He estado leyendo de nuevo mis diarios de entonces.

    A veces quería morir.

    Fidel y yo mantuvimos un pulso en el que yo apostaba mi identidad y él su hombría.

    Nunca tuvimos una relación sexual plena, es decir: jamás hubo coito. Él era virgen y así quería llegar al matrimonio. A pesar de ello, nuestra relación tuvo una carnalidad apabullante y un morboso erotismo de niños reprimidos.

    Nos comíamos la boca en los cines y, tapados con su abrigo, nos acariciábamos hasta el pecado mortal. Hay decenas de películas de las que no he visto el principio.

    (Entonces el liguero era una pieza clave en el ardor sexual: cuando su mano subía por mis muslos y llegaba al trecho que ya no cubría la media, sentía que mi desmayo era parejo al suyo, y el solo contacto de sus dedos en mi vello púbico me arrastraba a un orgasmo fácil, silencioso, suave y húmedo como mis manos en su pene)

    Al día siguiente había que ir a confesar, pero yo no estaba arrepentida, tenía mis dudas de que aquello fuera malo: sólo tenía miedo a que Fidel no me quisiera por ser tan caliente. Ser tan ardorosa no era adecuado en una chica decente. Una chica que no era decente no era digna de ser amada, y a veces él me chantajeaba con ese argumento.

    Lo suyo, en cambio, era una debilidad propia del macho. Entonces reñíamos y uno de los dos rompía para siempre durante uno o dos meses. O nos enfadábamos por alguna otra cuestión. Me deprimía. Me sentía desorientada. Le odiaba. Le intentaba olvidar. Uno de los dos, finalmente, llamaba o escribía o -en su caso - me iba a buscar a la salida del trabajo.

    Y vuelta a empezar.

    También íbamos a conciertos de música sinfónica - nos colábamos o nos regalaban las entradas o nos gastábamos el dinero de una semana - al Monumental o al Palacio de la Música, o a la iglesia de Serrano. Bach, Beethoven, Mozart, Dvorak, Bartok, entraron en mi vida por la puerta grande: la música en directo.

    Se compró una moto. Íbamos a la sierra y buscábamos rincones solitarios para acariciarnos a la luz del día. A veces, él lloraba por su incapacidad para controlar el deseo, y me hacía sentir culpable. Yo no lo entendía, pero tampoco podía prescindir ni de su necesidad de mí ni de mi hambre de él.

    Hablábamos. De poesía, de moral, de Dios, de los estudios, de mi madre y la suya, de los amigos, de los libros que leíamos, de política, de lo que queríamos hacer en el futuro. Nos animábamos, nos dábamos impulso, nos entendíamos en muchos aspectos. En otros, nos separaba un océano de prejuicios.

    Ya os contaré.

    miércoles, noviembre 08, 2006

    1962 EL MAR y otras soledades.

    Bien, pues en septiembre no pude comenzar ninguna carrera, porque las clases eran matinales y por tanto incompatibles con mi horario de trabajo. La UNED no existía entonces y la matrícula libre - que eximía de las clases presenciales - sólo se le permitía a los mayores de veintiún años.

    Comencé a estudiar Inglés en la Escuela de Idiomas. Lo dejé antes de Navidad: mi motivación era mínima y el cansancio excesivo.

    No todo en mi vida eran los hombres, sus diferentes estrategias de acercamiento y mis habilidades de seducción: por San José había conocido el mar. El mar de Valencia.

    Iba con un grupo de compañeros de trabajo, en uno de esos viajes organizados. Cuando llegamos a la playa eché a correr: me sobraban ellos y me sobraba yo misma. No quería ponerle palabras leídas ni escuchadas ni dichas ni pensadas: quería vaciarme de todo y llenarme el alma entera de eso que no era el mar de las películas ni de las novelas o el que los poetas describían. Nadie me había sabido transmitir lo que se siente cuando estás ante el mar, ni yo había sido capaz de intuirlo a través de lo que otros habían expresado.

    Sofocada por la carrera, me senté en la arena fría de marzo y tuve conciencia por primera vez del trabajo que tenía por delante: verlo todo - la belleza, la vida, el mundo, todas las cosas - con mis propios ojos, como ahora estaba viendo aquello.

    Ah, pero me faltaba tiempo. No me daba cuenta de la fuerza que me empujaba. Sólo entendía que era necesario hacer algo con mis días, algo más que levantarme a las seis y media de la mañana, pasar nueve o diez horas en la oficina, leer - ya entonces - a Shakespeare o a Faulkner, escribir falsas cartas de amor a Alfredo, escuchar las admoniciones de mi madre o las aventuras y desventuras de Mariluz. Algo más que rogar a Dios que me iluminase. Era una ambición desmedida por dejar de ser quien era o morirme.

    Me perdía, sin embargo, una necesidad enfermiza de ser amada. (Y aún me pierde).

    Pero daba miedo. (Continúo dando miedo). No como amiga, no como persona, sino como mujer.

    Por eso desarrollé una timidez excesiva, un estilo a medio camino entre la inseguridad en mí misma y la conciencia de mi diferencia, tonterías de niña atormentada por la necesidad de un hombre que me aceptase como era y a quien pudiera admirar al mismo tiempo.

    Fidel aceptó el reto.

    martes, noviembre 07, 2006

    1962 (y 63, 64, 65...) FIDEL

    No entiendo cómo pude enamorarme de él; fue, sin embargo, mi tortura durante cuatro años. Mi gran amor de juventud.

    Fidel era huérfano de un zapatero remendón y trabajaba de chico para todo en una oficina inmobiliaria, o algo así. Por la tarde-noche se preparaba para el ingreso en la Escuela de Peritaje Industrial. Tenía veintiún años.

    Nunca se le veía cansado. Los fines de semana me llevaba (es correcto: no íbamos, me llevaba) a los teatros nacionales, en donde él sacaba entrada de clac para él y pagaba la mía a precio normal, porque las chicas no teníamos ese privilegio. En grupo íbamos a bailar: le perdonaba todo por lo bien que bailaba.

    Recitaba a los dos Machados, según el momento y lugar. Fanfarroneaba conmigo, me divertía, me ponía burbujas al agua del grifo. Cuando dejé a Alfredo no perdió ni un minuto: dos meses más tarde me había declarado su amor de una manera digna de ser añadida a "La venganza de Don Mendo", y yo, incauta, inocente, arrogante, engreída, ingenua, me rendí a sus encantos.

    Quince días después la burbujita de felicidad estalló en pleno paseo del Doctor Esquerdo, sobre las nueve y media de la noche, cerca de O'Donnell. Le dije que no era virgen. Se lo dije, si, ¿y qué? creí que lo comprendería.

    Y una mierda. Gritó, lloró, me insultó, se fue. Me dejó sola en mitad de la calle, con la palabra en la boca.

    Cierto que volvió al día siguiente, y fuimos a instancias suyas a un sacerdote para que nos aconsejara, y nos aconsejó a cada uno por un lado, de tal forma que nunca supe qué le pudo llegar a decir a él, pero a mí me conminó a resistirme al pecado de la carne y a imitar a María. Las visitas al Padre Celestino se sucedieron a lo largo de dos años, aproximadamente, hasta que uno de los dos se hartó. Tiendo a pensar que fui yo pero que de algún modo me las ingenié para que Fidel tomara la decisión.

    Esto se alarga. Son cuatro añitos que tendré que ir desgranando poco a poco. Y el colofón, que no es para saltárselo.

    domingo, noviembre 05, 2006

    1962 LA ACADEMIA

    Mi Rubicón no fue negarme, en diciembre del 62, a casarme con Alfredo; quemé mis barcos el día de enero de ese mismo año que tomé la decisión de entrar en aquella Academia a preparar Preuniversitario. Negocié con mi madre un reparto de mi sueldo, de manera que yo me quedaba con la mitad y asumía mis gastos, incluída la pasta de dientes, el champú, la ropa y el transporte; de esos fondos pagaba las clases.

    Era un sitio infame, un piso en un edificio junto a Tribunal, techos altos con molduras de escayola, puertas de madera maciza destrozada por las termitas, suelo de baldosas grises y negras, un balcón a la calle por aula y amarillentas bombillas de pocas alumbraderas. Nadie sabía cuántas materias se impartían en aquel antro, aunque la sospecha más fundada era que se improvisaba según demanda, con profesores pluriempleados y paga escasa.

    El horario de Preu era de seis a diez, así que siempre me perdía la primera clase, y los compañeros me pasaban los apuntes. Siempre andaba con el agua al cuello, entre traducciones de la Iliada y la Eneida, los comentarios de texto, el inglés, la Filosofía y demás; era allí, sin embargo, en donde quería estar, y lo tuve bien claro desde el primer momento. Me sentía tan desubicada como en cualquier otro ambiente, pero percibía que mis intereses tenían que ver con todo lo que se cocía por aquellos pasillos, un hervidero de gente joven de clase media y media baja empeñada en superar el horizonte que se les presentaba y que, sobre todo, leía. Y se comentaba lo que se leía. Las conversaciones estaban plagadas de términos que yo conocía sólo por haberlos leído y, algunos de ellos, ni siquiera. Se mencionaban como imprescindibles autores de los que no había oído hablar en mi vida. Se recomendaban películas. Iban al teatro. A veces se oían frases subversivas. Salían en grupos los fines de semana.

    Empecé a entender que mis intuiciones acerca de futuros no escritos eran algo más que meras fantasías de muchachita con ínfulas: estudiar, aprender, saber, no eran deseos enfermizos por irrealizables. La Universidad estaba en este mundo, no sólo en el cine o la televisión: estudiar una carrera tenía más que ver con mi voluntad que con el hecho de haber nacido en tal o cual familia. Barajaba opciones que en lo más íntimo reconocía como irreconciliables con una vida junto a Alfredo. Las tardes de los fines de semana eran paréntesis de aburrimiento que había de soportar mientras llegaban los lunes.

    Fui adoptada por una ecuatoriana cuyo padre, español, había regresado con la familia buscando mejores perspectivas para su hija. Cuando Alfredo se marchó a Alemania nos hicimos íntimas. Estaba desesperadamente enamorada de un aspirante a perito industrial que jugaba con ella al escondite, y era amiga de casi todos sus compañeros. Uno de ellos era Fidel, ese muchacho nervioso, recitador de versos ajenos - Machado, León Felipe, Miguel Hernández, Lorca - que se inventaba historias sobre la marcha, me hacía reir, me prestaba libros, me retaba a dejar a mi novio.

    Era feo de una manera que me resultaba atractíva: pálido y delgado, parecía siempre a punto de caer enfermo, salvo por su prodigiosa vitalidad. Salíamos con varios profesores y compañeros: al teatro, de mesones, de tertulia al Café Comercial. Luego me acompañaba a casa y por el camino criticaba abiertamente mi cobarde actitud de novia desencantada e hipócrita. No podía explicarle mis escrúpulos religiosos, aunque él era, además de crítico con el régimen, un católico practicante.

    Milagrosamente, los exámenes de junio me fueron propicios, y me encontré con un título que me capacitaba para matricularme en cualquier carrera. Entonces empecé a escribir mentalmente la carta en la que rompía con Alfredo.

    jueves, noviembre 02, 2006

    1962 DIOS Y YO

    En mi mundo de entonces no existían ni el ateísmo ni el agnosticismo. Los escasos ateos de que se tenían noticias no tenían hijos y se suicidaban: estaban locos.

    Se sabía de algún extraño español que era "protestante", término que englobaba todas las creencias no católicas de raíz cristiana, aunque a efectos sociales eran invisibles. El resto de Europa y los USA entraban en una categoría diferente: ellos sí podían ser protestantes porque lo eran desde hacía mucho. Aquí eso no era de recibo.

    Los musulmanes ni hablar de ellos porque nos habían tenido en un puño ocho siglos. Todos los asiáticos eran budistas y había que salvarlos con las misiones. Los judíos habían asesinado a Cristo. Los africanos eran negros y salvajes que adoraban ídolos: también eran materia misional. Rusia era la encarnación del mismísimo diablo.

    Mis relaciones con Dios venían determinadas, pues, por la imposibilidad de negar, ni siquiera dudar, de su existencia. Y, ya que estábamos, cualquier otra religión te complicaba mucho más la vida que la oficial, así que yo era católica por bautismo, confirmación, comunión y ganas de no meterme en más líos de los necesarios.

    El Dios católico del 62 era un sordo malhumorado que siempre estaba en otro sitio cuando lo necesitaba, sin que eso fuera óbice ni cortapisa para que se enterara de cuándo me saltaba algún mandamiento. Un grano en el culo, vamos.

    Yo pecaba, pecaba mucho en dos o tres mandamientos: no iba a Misa siempre; no reverenciaba a mis padres; no respetaba el sexto y, en cuanto a los siete pecados capitales - menos la avaricia - me parece que un día sí y otro también. Hice ejercicios espirituales, pero también comulgué sin confesar o me confesaba a medias: iba por épocas. Si estaba depre, hacía examen de conciencia y tenía dolor de corazón. El propósito de la enmienda se quedaba en eso mismo.

    La alegría de vivir se compaginaba mal con el nacionalcatolicismo.

    Era espantoso estar todo el día con remordimientos: entre mi madre y Dios me traían a mal traer. De los catorce a los veinte mantuve un pulso con ambos: era mala, evidentemente. Era mala de pecado mortal. Sería mala toda mi vida, ya que no podía remediarlo y Dios tampoco estaba por la labor.

    Lo mío no es la hipocresía, así que, una vez que me enfadé de verdad con Él, no me he vuelto a molestar en reconciliarme.

    miércoles, noviembre 01, 2006

    1962 ASTURIAS

    No os he hablado nunca de Asturias, y creo que el '62 es el momento.(Poned vosotros la música de fondo)


    Un verano sin ir, y entonces volví para darme cuenta de que ni la siembra, ni la siega, ni la majada. Ni el río. Ni Luis. Adios a la inocencia, la libertad absoluta, comer sin hora, ver salir la luna por detrás de la tapia del cementerio y bajar la tarde por el monte. Nunca más el picor de las ortigas, ni buscar fresas salvajes en el prado y caracoles entre las piedras de las lindes, y el pescar truchas a mano, subir al cerezo más alto o meterme en el cuarto de la ropa limpia para esconderme a leer.

    Nunca más se abriría una genciana ante mis ojos ni escucharía cantar a la curuja.

    Estuve sólo dos semanas, mala señal: eran las vacaciones de una asalariada. Aún no había agua corriente, y las campanas de la iglesia llamaban a misa como siempre: primera, segunda, tercera. Alcancé a ir a la romería del Carmen.

    Él también fue.

    Todos sabían, desde el verano de mis trece, con quién bailaba yo. Mi primo decía que era gitano, pero creo que se burlaba de mí. Vivía en la Villa, y su padre iba a la mina. Tenía los ojos más acuosos y más envolventes que he visto en mi vida; a veces hablaba, pero sobre todo me miraba. Y sonreía. Bailábamos sin decir palabra: aún puedo sentir en mi espalda su mano mandona y oigo a la Orquesta Nopal. Luego, nos sentábamos y mirábamos al frente: sin la música no había excusa para tocarnos. Callábamos.

    Ahora era un picador más. La boca se le había vuelto desdeñosa; el gesto, cansino; la mirada, impenetrable. Me enlazó después de un titubeo. Mi sonrisa, supongo, tenía más de pregunta que de saludo. Bailamos toda la noche, y a la vuelta se unió al grupo de nuestra aldea, sólo por acompañarme.

    A mitad de camino, se paró a pedirme un beso. El primero y el último. Fue un beso envolvente y acuoso como aquella mirada. Me supo a sidra, a aliento de potro, a pena de puta vida.

    Se quedó allí donde mi perdida infancia.
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