GAMBITO ROBADO (o cambio visita al pasado por un recuerdo intocable)
Fui a la aldea de mis padres muchos años después, con mi marido y mi hijo. El camino ahora estaba asfaltado, y en los corrales se veían coches y tractores aparcados donde estuvieran los carros de mi infancia; las vacas rumiaban con resignación en cuadras de suelo de cemento regado cada día y se dejaban ordeñar, añorando prados, por eficientes máquinas que mi primo me enseñó con orgullo. Donde antes estaban las bodegas había una fábrica de embutidos que daba trabajo a más de veinte personas. La higuera grande había sido sacrificada porque las raíces amenazaban la casa y la centenaria panera - un hórreo con pasillo alrededor - había sido rehabilitada con una subvención de la Comunidad Autónoma: los dibujos celtas que yo recordaba en una gama de marrones desvaídos ahora restallaban al sol, recién pintados, demasiado naïf, demasiado tarjeta postal. La cocina antigua y el horno, los muebles de castaño, las gallinas correteando en la era, la fuente protegida por un grupo de avellanos, todo había desaparecido. No se había construido una sola casa, quizá hubiera incluso menos habitantes, el lugar continuaba siendo tan hermoso, había desaparecido la miseria y, sin embargo, sentí un desasosiego que sólo pude expresar llorando.
Años después regresé a Barcelona tras diez años de ausencia. Había vivido en Vallvidriera, cara a la ciudad y al mar, en un palacete racionalista de principios del XX convertido en una elegante casa de pisos con jardín francés, piscina en el prado, rosaleda, bosque mediterráneo intramuros, paseo de cipreses hasta el cenador, tres hileras de limoneros a lo ancho de la finca, huerto y zona de frutales. Los dueños eran los padres de una amiga y también vivían allí; nos cobraban un alquiler ridículo. Subí a verles y me invitaron a comer; después del café, les pedí que me dejaran dar a solas un paseo por la finca.
Fue espeluznante: los paseos no habían sido barridos de hojas en meses; La huerta no había sido tocada desde mi marcha; la pineda colindante había sido mutilada para construir un chalé; el cenador se estaba viniendo abajo; los limoneros estaban comidos por la cochinilla y y el conjunto pedía a gritos que alguien lo amara. No entendía por qué una gente que no tenía problemas económicos podía maltratar de ese modo algo vivo.
También lloré, sin estar segura de mis razones.
Pero esa vez, Humilde, decidí que - en la medida de lo posible - nunca volvería a aquellos lugares en los que había sido feliz.
Años después regresé a Barcelona tras diez años de ausencia. Había vivido en Vallvidriera, cara a la ciudad y al mar, en un palacete racionalista de principios del XX convertido en una elegante casa de pisos con jardín francés, piscina en el prado, rosaleda, bosque mediterráneo intramuros, paseo de cipreses hasta el cenador, tres hileras de limoneros a lo ancho de la finca, huerto y zona de frutales. Los dueños eran los padres de una amiga y también vivían allí; nos cobraban un alquiler ridículo. Subí a verles y me invitaron a comer; después del café, les pedí que me dejaran dar a solas un paseo por la finca.
Fue espeluznante: los paseos no habían sido barridos de hojas en meses; La huerta no había sido tocada desde mi marcha; la pineda colindante había sido mutilada para construir un chalé; el cenador se estaba viniendo abajo; los limoneros estaban comidos por la cochinilla y y el conjunto pedía a gritos que alguien lo amara. No entendía por qué una gente que no tenía problemas económicos podía maltratar de ese modo algo vivo.
También lloré, sin estar segura de mis razones.
Pero esa vez, Humilde, decidí que - en la medida de lo posible - nunca volvería a aquellos lugares en los que había sido feliz.