Eugenia no quiso apuntarse al viaje; los demás se fueron descolgando, y al final sólo quedamos Marcos, Ex y yo; nosotros dos hicimos fondo común: mi sueldo y la paga extra; Ex había ahorrado lo justo para tabaco, pero los amigos donde recalaríamos eran suyos, así que las cuentas nos salían a ambos. Nos pusimos en carretera a principios de julio: mochilas, tienda de campaña, sacos de dormir, ropa y guitarra, un camping-gas y una linterna. Un mapa. Y una cámara de fotos.
Las etapas fueron: Madrid - París - Metz - París - Laval - Brest - Saint Mâlo/Mont Saint Michel - Bruselas - Brujas - Amsterdam, y de ahí corriendo hacia España de nuevo porque se nos había acabado el dinero, aunque teníamos una reserva para quedarnos dos o tres días en La Escala (Gerona) antes de regresar a Madrid.
Cruzamos el puente de Santiago -la frontera de Irún- a pie. Tardamos tres días en llegar a París, donde ya nos esperaba Marcos. Unos gays franceses nos daban cobijo en un apartamento de las afueras. Todo el mundo andaba desnudo por la casa, de modo que yo tampoco me preocupé de vestirme al salir de la ducha. Ex se rebotó y no habló durante todo un día: fue la primera vez que me hizo llorar, aunque yo ignoraba la causa: lo confesó diez años después.
No me llevaron a ver el Louvre, ni Notre Dame, ni la Torre Eiffel: era hortera ir de turistas. Paseé por Menilmontain, admiré de refilón la Madeleine y el Arco de Triunfo, y celebramos el 14 de julio viendo desde un parque sus raquíticos - comparados con los de Valencia - fuegos artificiales. Estuvimos en el Bois de Boulogne y aprendí que très jolie significa qué mona es. Desfilé por los Campos Elíseos con una minifalda absolutamente indecente y sin sostén. Comí los croissants más exquisitos. Sentí celos de Monique.
En Metz dormimos y comimos - ¡cómo comimos! - en casa del hermano de Marcos, que se había casado con la hija embarazada de un artesano y estudiaba en Nancy becado por su suegro. Había en la cocina una larga mesa en la que nos sentábamos invitados, familiares y los obreros de la pequeña carpintería de la que salían los francos para comprar tanta
delicatessen: tablas de quesos y patés, encurtidos, ensaladas, guisos excelentes... Mis ojos disfrutaban tanto como mi estómago.
De vuelta a París, Mari Claude - el ligue francés de Marcos - nos llevó en su 2CV al castillo de sus padres, en un pueblo cerca de Laval. Verdadero castillo, cuya dueña era, traducido al castellano, la Marquesa de la Bella Sonrisa, madre de Mari Claude y personaje inolvidable de figura oronda y afabilidad deliciosa. Nos pusieron la mesa en el patio de armas, que hacía las veces de jardín por la noche y corral para las gallinas y los patos durante el día, dado que marquesa y consorte no gozaban de fortuna y de algo tenían que vivir. La cena fue una tortilla francesa con mucho pan para mojar en el huevo batido que no se había cuajado. Vino de cosecha, naturalmente. A continuación, Marcos y Ex le dedicaron a la anfitriona su repertorio de todas las canciones guarras que conocían ( Ejemplo: "El obispo de las Islas Baleares, con la picha hacía juegos malabares, chundararata, caaaaaaaaaabrón"...). Risas incomprensibles, dado su desconocimiento del español, por la parte gala. Dormimos en una enorme alcoba fría incluso en julio, cama con baldaquino y jofaina para lavarse porque ¡ay!, el castillo carecía de agua corriente. El excusado estaba en un rincón de la artística escalera de roble.
Al día siguiente salimos huyendo los cuatro en el renault de Marie Claude hasta Brest, donde veraneaba una amiga suya. Primera ducha en tres días. Tengo una foto peinándome el cabello húmedo en lo alto de la escalera de la entrada al
cottage, y recuerdo la mirada que el padre de la niña me dirigía en ese preciso instante: cómo son los franceses. Nos emborrachamos con una foundie de queso y muuuuuuuuuucho, mucho vino peleón. El tabaco comenzaba a escasear, porque Marcos nos lo gorroneaba.
De allí a Saint Malo, siempre los cuatro, a un camping levantado sobre un bunker alemán de la II Guerra. Ahorrábamos tanto en comida que guisábamos todos los bichos que éramos capaces de encontrar por las rocas, lapas incluídas. Una noche se levantó una galerna que pensé nos llevaría en tienda de campaña hasta las costas de Inglaterra. Cantábamos, discutíamos, nos amábamos. Las tensiones entre Marcos y yo eran frecuentes y, si bien se mantenían en tono menor, a mí me irritaba que él no perdiera ocasión de ponerme en evidencia. Subimos al Mont Saint Michel.
Marcos y M. Claude decidieron quedarse cuando nosotros creímos que había llegado el momento de tirar hacia el norte.