• quintadel44: diciembre 2006

    sábado, diciembre 30, 2006

    QUÉ ASCO

    ETA:

    Habéis matado a dos inmigrantes: seguramente estaréis orgullosos del avance que significa en vuestra búsqueda de un País Vasco independiente.

    (He visto a Otegui inseguro como nunca: no esperaba muertos.
    Al PP se le ha acabado el discurso del entreguismo gubernamental.
    A los ciudadanos decentes nos han amargado el Fin de Año).

    miércoles, diciembre 27, 2006

    1969/70 VIVIR EN PAREJA

    Encontramos un - ¿estudio? ¿buhardilla? ¿cochiquera? - lugar en la calle Don Felipe, en el mismísimo barrio de Malasaña, en una corrala del siglo XVIII que quizá se haya derrumbado o haya sido derruida; era lo más caro que podíamos permitirnos.

    Para ambos era motivo de orgullo ser los primeros que teníamos nuestra propia madriguera: una habitación dividida en dos por un gran arco de medio punto; una enorme claraboya al exterior y un ventanal con rejas herrerianas hacia el patio. Retrete en el pasillo. Sin cocina. La portera - tremendo personaje digno de Mesonero Romanos - me acogió en su seno, e insistía en que buscase amante de más postín. La escalera olía a excrementos de ratas. A los dos meses logramos mudarnos a un oscuro semisótano al que se entraba por un cine de la cuesta de San Vicente y se salía por un garaje que daba a una callejuela, magnífico para reuniones clandestinas en las que mi participación era un té con canela y hierbabuena y unos oídos atentísimos. Ex, además, estudiaba con determinación.

    Al menos, en Plaza España teníamos cocina y una ducha prehistórica que mantenía su función. Ex intentaba olvidar el machismo en el que se había educado, aunque se dejaba querer, para qué negarlo a estas alturas. No obstante, salvábamos lo doméstico mediante todo tipo de artimañas: nunca comíamos en casa; la ropa, que aparecía en nuestro armario por arte de magia después de un paseo por El Corte Inglés, Galerías Preciados o Saldos Arias, se lavaba milagrosamente cuando íbamos a comer los fines de semana con nuestras respectivas madres, y juntos limpiábamos si había ocasión, que era de ciento en viento. Nunca hablé de Ex con mi madre, que se hacía la ignorante pero tenía una fiel informadora en Eugenia.

    En Chez Elisa había cundido la consternación; Marcos y adláteres no me soportaban y yo tenía conciencia de ello. Sustentaban la teoría de que andaba en busca de un incauto a quien amarrar con el oportuno embarazo para acceder a la vida muelle de ama de casa, es decir: nos consideraban un par de imbéciles, a él por dejarse seducir, y a mí por no ser capaz de buscar mejor partido que un estudiantillo sin posibles. Me fastidia despachar este episodio en tres líneas, porque marcó el signo de mi relación con Ex, pero no tengo ganas de meterme en terrenos melodramáticos: algunas de las personas que más activamente intentaron abortar nuestra relación ya están muertas, mientras que mi rencor continúa vivo. (Aunque, bien pensado: la que después fue mi suegra - ella vive aún - y que odiaba a Elisa por considerarla una influencia perniciosa para su hijo, no tuvo inconveniente en participar de aquella opinión, y nunca aceptó que los hechos demostraran cazurramente hasta qué punto deliraban).

    De todo lo anterior me enteré por boca de Ex años más tarde; entonces sólo percibía la mala uva que destilaban hacia mí y no se recataban en demostrar. Me hicieron daño porque durante mucho tiempo creí que yo era una paranoica que interpretaba cualquier broma como un ataque y consumí mucha energía - que hubiera debido emplear en cuestiones más prácticas - intentando hacerme querer por ellos.

    Aún me duele.

    En compensación, y sin solución de continuidad, nos adoptó el clan del novio de Mariche - los Conejo - que tenían una casa en la sierra de Gredos y la sana costumbre de dar de comer con abundancia a todo el que por allí apareciera con hambre. (No he analizado en profundidad esa tendencia mía a entablar amistades con familias enteras, cualidad que no he perdido con los años: termino amando a las madres, los padres, los hermanos, los hijos e incluso a los/las amantes de mis amistades, y ellos suelen corresponderme).

    Nos relacionábamos también con los compañeros de Físicas de Ex. Y con la primera becaria de la Historia de España, una niña bien pero progre y con novio que aterrizó por mi oficina y se agarró a mí con la fuerza de quien teme ahogarse.

    Era apasionante, pero me dispersaba entre tanto estímulo: el cine, las escapadas a Gredos, las reuniones políticas, la lectura, el sexo antes de ir a trabajar, la compra, la limpieza, las comidas con sobremesa de horas... Decidí que no me presentaría a los exámenes de junio, y ya prepararía alguna asignatura para septiembre. Ex se compró una vespino a plazos, y a continuación (supongo que su sentido de la justicia se lo exigía, dado que las letras se avalaron y pagaban gracias a mi nómina) planteó que mi mejor opción era que nos casáramos y, con la dote que yo recibiría de la empresa*, podría dedicarme exclusivamente al estudio. Contábamos con su sueldo de media jornada, además.


    * Durante el franquismo, cuando una trabajadora matrimoniaba y optaba por abandonar su puesto recibía un mes de salario por año trabajado.

    sábado, diciembre 23, 2006

    ...ES QUE ES NAVIDAD.

    El hijo que ya ha llegado, la familia, el novio, los amigos y amigas, las compras...
    Qué os voy a contar que no sepáis.
    En el paréntesis entre la Navidad y el Año Nuevo continuaré con la crónica.
    Ahora estoy disfrutando del movidón de cada año por estas fechas.
    Os deseo lo mejor.

    martes, diciembre 19, 2006

    1969 FIN DE VIAJE

    Atravesar el Macizo Central francés a dedo es una experiencia más dura que una etapa del Tour: hubo bares en donde no nos dejaban entrar, por españoles; permanecíamos en los estrechos arcenes durante horas, y sólo el miedo a las alimañas nos empujaba a montar la tienda cuando nos dejaban en mitad de la noche a las afueras de algún lugar, tan cansados terminábamos los días. Pero comparaba, asombrada, las diferencias entre la Francia profunda y la España mesetaria.

    En Beziers cambió nuestra suerte: nos recogió un trío francés compuesto por una jovencísima pareja y su amigo, guapos aquellos, feo como un sátiro el impar. Iban al camping de La Escala en donde nosotros pensábamos culminar el viaje.

    Allí nos quedamos una semana: nuestros nuevos amigos nos dijeron que, si nosotros teníamos para pagar el camping, ellos se encargaban de la comida, porque los padres de la niña - perdonad que no recuerde su nombre: no volví a verla después de aquellos siete días - estaban allí y veían en nosotros unos profesores de español y unos guías pintiparados.

    El Golfo de Rosas me pareció el lugar más cosmopolita, más bello y más acogedor de todo el viaje. Hacíamos el amor - aquí sí tiene sentido esa expresión - de noche, entre las dunas; jugábamos en la playa inmensa y semivacía; acompañábamos a nuestros mecenas a comprar al mercado de San Pedro Pescador y les enseñábamos a decir un anís con agua muy fría, por favor - sustitutivo del pastiss que tomaban de aperitivo en su tierra - en las pequeñas terrazas que todos los mediterráneos saben improvisar a la puerta de cualquier bar; paseábamos en su 2CV, despojado del chasis, para llegar con la vajilla hasta el lavadero del camping, tan grande era. El sátiro decía: Lula, belísima, y Ex me abrazaba fieramente. Fuimos a Ampurias. Consumíamos al sol los días más felices del viaje.

    Un día, a la hora de la siesta, sudorosos y satisfechos después de un asalto sexual rápido, silencioso y eficaz, Ex me propuso que nos fuéramos a vivir juntos: iba a empezar a trabajar - media jornada - en el laboratorio fotográfico de unos amigos, y entre los dos podríamos manejarnos en lo económico. Tenía tres años y medio menos que yo, y una madurez, al menos en apariencia, mayor que muchos de treinta. Era el primer hombre que no había expresado necesidad de cambiarme. No discutíamos: hablábamos, o quizá me dejaba hablar. Su estilo sexual de entonces se emparejaba bien con el mío. No me ponía en cuestión. Nunca intentaría someter mi voluntad. Nunca intentaría desviarme de mi camino. No caí en que había sido educado en un internado autoritario y había aprendido a ocultarse: nunca, tampoco, he llegado a saber quién era.

    Asentí.

    Regresando a Madrid, nos recogió en las afueras de Barcelona un camionero zaragozano. Venía disparado, con miedo a unas nubes que vigilaba por el retrovisor. Paró en el último momento para poner la lona y proteger la carga que traía. Exigió a Ex que saliera a ayudarle, y éste no sabía por dónde empezar. El otro se desgañitaba dando unas instrucciones ininteligibles. Todavía me río recordando como gritaba una y otra vez: "Pero, ¡coño!, ¿es que nunca has puesto una lona? ¡Tira de ahi!", y Ex, sin perder su cachaza, preguntando con su profunda voz que de dónde había que jalar, para desesperación del viejo. Empezaban a caer gotas que amenazaban granizo, el maño cada vez más enfadado, yo muerta de risa en la cabina y mi chico manteniendo el tipo: qué trance. La lona fue colocada, no sin trabajo y sin que ambos dos se empaparan: en aquel momento me sentí afortunada de ser una débil mujercita de quien nadie espera gran cosa, para qué negarlo.

    Cuando bajamos de aquel camión, teníamos tantas cosas en qué pensar que no nos dio tiempo a lamentar el final de aquellas vacaciones.

    lunes, diciembre 18, 2006

    UN PREMIO JUSTIFICADO




    La Portada de la revista Time de este mes presenta al personaje del año: YOU.

    "Literalmente, refleja la idea de que usted, y no nosotros, está transformando la era de la información"

    ¿Quién es ese YOU misterioso?

    Según el subdirector de la revista, Richard Stengel, cada uno de los internautas, "por tomar las riendas de los medios globales, por fundar y elaborar la nueva democracia digital, por trabajar por nada y por derrotar a los profesionales en su propio terreno, la Persona del Año es usted".

    Vamos, que yo he sido premiada este año. Y usted. Y tú.

    Tienen razón, así que esta vez es un premio justo, no como cuando se lo dieron a Jomeini en 1979 o a Bush en 2004.

    sábado, diciembre 16, 2006

    1969 EL VIAJE ( II )

    Atravesamos toda la Normandía en dirección a Bruselas. Una vez nos llevó durante unos cientos de kilómetros el autor suizo de una canción sobre Manuel Benitez, el Cordobés, empeñado en tararearla para que nos la aprendiéramos. Otro día nos dejaron de noche en lo que parecía ser un bosquecillo idóneo para plantar la tienda, y amanecimos rodeados de chiquillos, en un parque municipal. En camino siempre hacíamos acampada libre y nos lavábamos en las gasolineras. Comíamos baguettes y patés, algo de queso y leche; a veces distraíamos alguna otra cosa en las tiendas, pero con mucha precaución y mucho miedo: no queríamos que nos pusieran en la frontera de los Pirineos antes de tiempo.

    Hacer auto-stop requiere oficio: buscar un lugar adecuado para dar tiempo al conductor a vernos de lejos, y que tenga espacio para observarnos mientras disminuye la marcha; que no sea solitario, si hay una gasolinera, mejor. Tambien nosotros debemos observar al posible conductor. Y luego chapurrear algo de francés y algo de inglés, y de ese modo quizá caiga un café y un bocadillo. Tenía su peligro y su encanto.

    En Bruselas recalamos en un camping que había en el parque del Atomium, que no me pareció gran cosa, como el resto de la ciudad: húmeda, oscura, tristona salvo en la Plaza del Ayuntamiento y alrededores. Nos invitaron a comer y cenar en casa de una prima de Mariche; le pedí que me dejara bañarme: en el camping sólo había ducha en los lavabos masculinos, y era una odisea tener que esperar a que todo el mundo estuviera dormido para asearme, con Ex de centinela. La ropa que lavábamos no se secaba, y nos costaba demasiado caro aburrirnos, de modo que nos pusimos en camino hacia Amsterdam al día siguiente.

    En Amberes, sin saber dónde estábamos - los carteles señalaban Antwërpen, ¿cómo podíamos adivinar que era el nombre de la ciudad en flamenco? - me empeñé en tomar un café con leche. Tenía mono de café con leche: hubiera dado mi vida por una tacita humeante de cafe-con-leche. Ex condescendió, y entramos en lo que nos pareció un lugar aceptable y resultó ser un burdel. Nos cobraron poco por dos servicios con su cafetera, su jarra de leche y su azucarero. Nos miraban más de lo que mirábamos nosotros, algo cohibidos y algo desconcertados por el trajín de parejas que subían y bajaban por una escalera iluminada con bombillas rojas. Quizás esperaban que pidiéramos una habitación.

    Amsterdam. Canales, sol radiante, un camping en el Estadio Olímpico, lleno de hippies. Comer era tan caro que sólo pudimos estar tres días. Hicimos cuentas: imposible llegar a Copenhague, tal y como queríamos en un principio. Vagábamos por las calles sintiendo el placer de estar en un lugar tan lejano, tan libre y tan - a mis ojos - opulento: empezaba a tener conciencia de que democracia no sólo eran ideas, sino también bienestar económico, ausencia de penurias. El Ducados se acabó y fumábamos tabaco de pipa que Ex liaba sin dificultad; todavía recuerdo el olor algo empalagoso de las hebras al separarlas para hacer los cigarrillos. Nada de marihuana.

    (Puede que Ex no haya sido nunca un gran conversador; pero era calmado, aguantaba con tranquilidad mi malhumor cuando pasaban horas sin que un alma se apiadara de nosotros en carretera, no se impacientaba ni trataba de imponerse cuando teníamos opiniones diferentes y era un consumado experto en levantar la tienda de campaña en los sitios más inconcebibles: una vez nos despertó un enorme tractor al que le estábamos impidiendo la entrada a su sembrado: no había otro lugar sin vallar en kilómetros a la redonda y mi chico había sido capaz de adivinarlo. Me sentía bien a su lado: no necesitaba interpretar ningún papel aunque, bien mirado, a ver quién es la guapa que es capaz de ponerse en reina mora cuando se tira una semana lavándose de mala manera en cualquier fuente, con la melena enredada, comiendo pan, mantequilla y leche y pinchándose las manos para recoger frambuesas, moras y grosellas al borde de las carreteras. Yo no iba de reina, ni él de rey. Me gustaba cómo se tomaba la vida).

    jueves, diciembre 14, 2006

    1969 JULIO



    Lula en la orilla del Sena con un ataque de celos a causa de Monique, rubia francesa descendiente de rusos blancos, lánguida cual ninfa y que le hacía ojitos a Ex.

    martes, diciembre 12, 2006

    1969 EL VIAJE ( I )

    Eugenia no quiso apuntarse al viaje; los demás se fueron descolgando, y al final sólo quedamos Marcos, Ex y yo; nosotros dos hicimos fondo común: mi sueldo y la paga extra; Ex había ahorrado lo justo para tabaco, pero los amigos donde recalaríamos eran suyos, así que las cuentas nos salían a ambos. Nos pusimos en carretera a principios de julio: mochilas, tienda de campaña, sacos de dormir, ropa y guitarra, un camping-gas y una linterna. Un mapa. Y una cámara de fotos.

    Las etapas fueron: Madrid - París - Metz - París - Laval - Brest - Saint Mâlo/Mont Saint Michel - Bruselas - Brujas - Amsterdam, y de ahí corriendo hacia España de nuevo porque se nos había acabado el dinero, aunque teníamos una reserva para quedarnos dos o tres días en La Escala (Gerona) antes de regresar a Madrid.

    Cruzamos el puente de Santiago -la frontera de Irún- a pie. Tardamos tres días en llegar a París, donde ya nos esperaba Marcos. Unos gays franceses nos daban cobijo en un apartamento de las afueras. Todo el mundo andaba desnudo por la casa, de modo que yo tampoco me preocupé de vestirme al salir de la ducha. Ex se rebotó y no habló durante todo un día: fue la primera vez que me hizo llorar, aunque yo ignoraba la causa: lo confesó diez años después.

    No me llevaron a ver el Louvre, ni Notre Dame, ni la Torre Eiffel: era hortera ir de turistas. Paseé por Menilmontain, admiré de refilón la Madeleine y el Arco de Triunfo, y celebramos el 14 de julio viendo desde un parque sus raquíticos - comparados con los de Valencia - fuegos artificiales. Estuvimos en el Bois de Boulogne y aprendí que très jolie significa qué mona es. Desfilé por los Campos Elíseos con una minifalda absolutamente indecente y sin sostén. Comí los croissants más exquisitos. Sentí celos de Monique.

    En Metz dormimos y comimos - ¡cómo comimos! - en casa del hermano de Marcos, que se había casado con la hija embarazada de un artesano y estudiaba en Nancy becado por su suegro. Había en la cocina una larga mesa en la que nos sentábamos invitados, familiares y los obreros de la pequeña carpintería de la que salían los francos para comprar tanta delicatessen: tablas de quesos y patés, encurtidos, ensaladas, guisos excelentes... Mis ojos disfrutaban tanto como mi estómago.

    De vuelta a París, Mari Claude - el ligue francés de Marcos - nos llevó en su 2CV al castillo de sus padres, en un pueblo cerca de Laval. Verdadero castillo, cuya dueña era, traducido al castellano, la Marquesa de la Bella Sonrisa, madre de Mari Claude y personaje inolvidable de figura oronda y afabilidad deliciosa. Nos pusieron la mesa en el patio de armas, que hacía las veces de jardín por la noche y corral para las gallinas y los patos durante el día, dado que marquesa y consorte no gozaban de fortuna y de algo tenían que vivir. La cena fue una tortilla francesa con mucho pan para mojar en el huevo batido que no se había cuajado. Vino de cosecha, naturalmente. A continuación, Marcos y Ex le dedicaron a la anfitriona su repertorio de todas las canciones guarras que conocían ( Ejemplo: "El obispo de las Islas Baleares, con la picha hacía juegos malabares, chundararata, caaaaaaaaaabrón"...). Risas incomprensibles, dado su desconocimiento del español, por la parte gala. Dormimos en una enorme alcoba fría incluso en julio, cama con baldaquino y jofaina para lavarse porque ¡ay!, el castillo carecía de agua corriente. El excusado estaba en un rincón de la artística escalera de roble.

    Al día siguiente salimos huyendo los cuatro en el renault de Marie Claude hasta Brest, donde veraneaba una amiga suya. Primera ducha en tres días. Tengo una foto peinándome el cabello húmedo en lo alto de la escalera de la entrada al cottage, y recuerdo la mirada que el padre de la niña me dirigía en ese preciso instante: cómo son los franceses. Nos emborrachamos con una foundie de queso y muuuuuuuuuucho, mucho vino peleón. El tabaco comenzaba a escasear, porque Marcos nos lo gorroneaba.

    De allí a Saint Malo, siempre los cuatro, a un camping levantado sobre un bunker alemán de la II Guerra. Ahorrábamos tanto en comida que guisábamos todos los bichos que éramos capaces de encontrar por las rocas, lapas incluídas. Una noche se levantó una galerna que pensé nos llevaría en tienda de campaña hasta las costas de Inglaterra. Cantábamos, discutíamos, nos amábamos. Las tensiones entre Marcos y yo eran frecuentes y, si bien se mantenían en tono menor, a mí me irritaba que él no perdiera ocasión de ponerme en evidencia. Subimos al Mont Saint Michel.

    Marcos y M. Claude decidieron quedarse cuando nosotros creímos que había llegado el momento de tirar hacia el norte.

    lunes, diciembre 11, 2006

    PARA TODOS LOS AMIGOS CHILENOS:

    Como dice el Mago Zifnab:

    QUE NUNCA DESCANSE EN PAZ.

    domingo, diciembre 10, 2006

    1968 (más bien ´69) CHEZ ELISA

    El grupo de Marcelo y de mi ex (en adelante, "Ex", a secas) se reunía a diario en casa de Marcos, donde reinaba su madre, la gran Elisa, y lo digo en el sentido físico: era una mujer enorme a lo alto y a lo ancho, de unos cincuenta años, abandonada por su marido - también - y expoliada. Ella y sus tres hijos varones vivían en un ático inmenso del Barrio de Salamanca que en otros tiempos conociera cierto empaque, pero que en aquel momento ya empezaba a mostrar señales de decadencia: las paredes no habían sido pintadas en años; los muebles estaban descuidados y las cortinas exigían una jubilación inmediata. No obstante el progresismo de que hacía gala toda la familia, siempre encontraban el modo de informar al recién llegado de que eran acreedores a un título nobiliario que no utilizaban (ni podían, añado, ya que activar una titularidad nobiliaria cuesta un riñón). Vivían de lo que el padre y esposo tenía a bien otorgarles de cuando en cuando, en tanto se resolvía una nulidad matrimonial que nunca llegó.

    En una de las habitaciones, Ex - que ese curso repetía segundo de Físicas - daba por las tardes clases de matemáticas y física a un grupo de aspirantes a entrar en la Facultad de Medicina, entre quienes se encontraban Marcos y Marcelo. La estancia disponía de una enorme pizarra, varias sillas con tablero abatible y una apabullante librería de madera maciza. Yo llegaba poco antes de que él acabara su tarea, y me sentaba silenciosamente a escucharle. Poco me importaban vectores y logaritmos: disfrutaba viéndole moverse y hablar con una soltura que perdía en cuanto terminaba sus exposiciones.

    No fui bien acogida en aquella tribu, sólo tolerada: ellas, con Elisa a la cabeza, desconfiaban de la sutil coquetería con que me había merendado a las dos mejores cabezas masculinas (y no voy a entrar a explicaros otra vez el porqué del superlativo). Ellos - doy por sentado - decidieron, como la zorra de la fábula, que las uvas estaban verdes. La excepción fue Mariche, una enloquecida que nos arrastraría a Ex y a mí a otra tribu que... Bueno, eso queda para más adelante.

    Después de la clase comenzaba la sesión de guitarra y coros, o bien hacíamos repaso de la algarada matinal en la Universidad o por Argüelles, si el día había sido movidito. Alfonso -u n compañero de Ex desde los tiempos del internado - entraba al dormitorio de Elisa, y todos sonreíamos cómplices: nos parecía muy romántico ese amor entre un veinteañero y una mujer madura, no sólo tolerado sino exhibido por los hijos de ésta. A mí me chocaba, más que la diferencia de edad, la diferencia de peso, porque el chaval era un alfeñique, pero allá cada cual.

    Era un mundo cien veces más divertido, progresista y desinhibido que el de Eugenia, demasiado remilgada y orgullosa como para avenirse a tratar a mis nuevas amistades: no estaba dispuesta a admitir que muchachos tres y cuatro años más jóvenes que nosotras tuvieran nada que enseñarle. Ese fue el principio del declive de nuestra amistad.

    Marcos - de quien siempre sospeché una homosexualidad no asumida, semejante a la del Tenorio - adoraba a Ex y hacía lo imposible por demostrarle que lo nuestro era un affaire pasajero: intentó seducirme, que me sedujeran otros, que otras sirvieran para deshacer lo que se iba consolidando. Obvio es que su esfuerzo - y el de una futura cuñada mía que también se dejaba caer por allí - no tuvo el final que deseaba hasta veinte años más tarde; así, tuvo que aceptar mi incorporación al viaje por Europa en auto-stop que habían planeado hacer unos cuantos aquel verano. Ex me lo propuso: casi no necesitábamos dinero, porque iríamos parando en casa de gentes conocidas y yo - que de pasaportes sólo sabía que había a quien la policía se lo retiraba - dije sí antes de que hubiera acabado de hablar. Cuando llegó el momento, se habían descolgado todos menos nosotros tres.

    sábado, diciembre 09, 2006

    1968 CONCIENCIACIÓN

    He buscado en varios diccionarios el verbo concienciar(se): el María Moliner, el de La RAE, el Panhispánico de Dudas... En ninguno se recoge su uso sin un complemento, introducido siempre por la preposición de: me conciencié de que debía estudiar, se ha concienciado de la necesidad de ahorrar, conciénciate de tu falta de interés...

    Entonces utilizábamos el verbo sin complemento: Fulano estaba concienciado, el pueblo debía concienciarse, las masas no se habían concienciado aún, determinado profesor no parecía suficientemente concienciado, yo me había concienciado, tú estabas muy concienciado, él no quería concienciarse, nosotros debíamos concienciar a los compañeros...

    No pasaba día sin que leyéramos, pronunciáramos o escucháramos ese verbo en alguna de sus formas personales o impersonales. Sin complemento: siempre sin complemento. Todos entendíamos lo que significaba: tomar conocimiento de nuestra condición de sujetos oprimidos, o hacer que otros tomaran conocimiento de esa condición.

    El resultado era la concienciación.

    No sé si eludíamos el complemento para abreviar, porque lo dábamos por sabido, o por autocensura. Lo cierto es que nuestras conversaciones ya eran de por sí harto rebuscadas, entre tanto marxismo, pseudomarxismo, psicoanálisis, ortodoxias y heterodoxias, disidencias, consignas, frases hechas, revoluciones fracasadas y revoluciones por venir. El verbo concienciar - sin complemento, insisto: siempre sin complemento - ahorraba parrafadas, disgregaciones y altercados: se sobreentendía que el conjunto de los concienciados era un subconjunto del pueblo, que a su vez contenía otro subconjunto, el de los militantes, y éste a los líderes.

    Más o menos.

    Los militantes estudiaban a Marx, a Engels, a Lenin, a Gramsci. Seriamente. Los concienciados éramos un colectivo más variopinto, no tan activo aunque imprescindible, y menos sujeto a disciplinas impuestas por el compromiso.

    (Comprometerse. Otro verbo clave, específico de aquellos años. También sin su complemento. ¿Con qué había que comprometerse? Con la causa. Explicar qué era la causa ya era harina de otro costal: dependía de las simpatías políticas de cada quien: PC, ORT, PT, LCR... Si se obviaban los complementos era más fácil para todos: de momento, la lucha antifranquista. Luego, ya se vería. Aunque cada grupo tenía sus tácticas).

    Me duele que la RAE no recoja estos usos sin complemento de los verbos concienciar(se)y comprometer(se): es como si dieran de lado una parte de mi historia.

    Y toda esta perorata, para explicaros que yo no milité durante los años de la dictadura: no me comprometí, no me sometí a ninguna disciplina, no pasé de ser una leal "compañera de viaje". Muy concienciada, eso sí.

    miércoles, diciembre 06, 2006

    1968 MARCELO EL FEO

    (Si Fidel no hubiera sido un estúpido machista. Si no hubiera conocido a Eugenia. Si no se me hubiera acercado aquel día Marcelo.

    No he tenido guías, ni mentores, ni maestros o maestras que me señalaran metas, me impusieran tareas, me exigieran una disciplina que, ay, nunca he adquirido. Siempre concluyo que la historia de mi vida está determinada por las personas que he ido conociendo. Visto de lejos, me queda cierta sensación de haber utilizado a mis amigos y amigas, a mis novios y a mis amantes, para crecer. O permanecí con ellos mientras la relación me enriquecía. O me apoyaba en ellos para andar un trecho y luego los abandonaba, no sin sufrimiento. O era recíproco, tal vez
    ).

    Aquel día de otoño del '68 Eugenia y yo estábamos en un bar de Argüelles, enfrente de su casa. Se me acercó un tipo feo de verdad; su cara parecía un mal apaño de dos rostros diferentes: de la mitad hacia arriba, rasgos normales; de nariz hacia abajo daba la impresión de que se lo hubieran comprimido: carecía de mandíbula, la barbilla era un esbozo y labios y nariz surgían apenas perceptibles. Tal vez era consciente de su fealdad, porque comenzó a hablar de corrido, como si tratara de evitar pausas que pudieran desviar mi atención hacia sus rasgos de gnomo.

    Yo llevaba un abrigo entallado, malva oscuro, con grandes solapas, que me había costado un sueldo. Me veo a mí misma como si tuviera aquella Lula en el espejo: melena crecida, el gesto severo y desafiante, tacones... El muy imbécil me preguntó, para romper el hielo, si trabajaba en una boutique. La madre que le parió. No olvidaré nunca esa frase. Decirme eso a mí, que me estaba dejando los cuernos por parecer una niña bien, por ser universitaria, por sacar la cabeza del pantanal de mierda en que había nacido, por comerme el mundo...¡Es que han pasado cuarenta años y no se me olvida la frasecita, joder!

    Pero tengo un olfato fantástico, y le dejé continuar. Así que acababa de llegar de París. Así que había estado oyendo en vivo y en directo a Sartre y a Cohn Benditt. Así que era pintor y había dejado los pinceles para estudiar medicina. Eugenia dijo que se iba a casa. Él me acompañó a la mía paseando lentamente por Chueca - la de entonces - y me cantó unas peteneras en plena calle que me pusieron el vello de punta.

    Me situó en política, advirtiéndome contra cualquier dogmatismo. Tenía una inteligencia brillante. Nos acostábamos en un estudio que tenía por la Ciudad Jardín: nada del otro mundo, sólo éramos jóvenes probando nuevas sensaciones.

    Un día de principios del 69 su hermano cayó en una algarada en la Universidad y le retuvieron unos días en la DGS*. Utilicé a un admirador, representante del sindicato vertical, para conseguir entrar a verle: fue una situación surrealista, yo haciéndome pasar por la novieta de un chaval al que no había visto en mi vida, y en la mismísima boca del lobo. Me lo trajeron a un despacho, sin gafas ni cordones en los zapatos, desorientado y con más susto en el cuerpo que yo. Le abracé y le dí un par de besos en las mejillas que en aquellos tiempos bastaban para demostrar en público una relación íntima. Los policías representaban una comedia cuyo papel tenían bien aprendido: ves, aquí tienes a tu novio, no le ha pasado nada, tú dónde le has conocido, vas con él a reuniones clandestinas, yo qué va, y él no creo que se meta en esos líos, bueno, dile a su madre que está bien, que le vamos a soltar pronto.

    Le deportaron a Valencia durante unos meses: tuvo más suerte que otros. Yo me gané un puesto en el grupo de progres de Marcelo.

    Poco después fuimos todos a pasar el fin de semana a un pueblo de Toledo. Entre ellos había un chaval sumido en una cogorza memorable, con una manta sobre los hombros, encaramado a un mojón adosado al muro de una casa, murmurando "¡Ay, madre mía, qué malito estoy!". Era un guaperas de escándalo y tímido hasta la exasperación. Tocaba la guitarra y a mí me parecía que cantaba bien las canciones de la guerra civil y de Paco Ibáñez. Al mes nos emborracharon a ambos y acabamos morreándonos delante de Marcelo, que se lo tomó con humor. En septiembre decidimos irnos a vivir juntos (el guaperas y yo), y en ese mismo mes del año siguiente nos casamos.


    * El edificio de la Dirección General de Seguridad, hoy sede de la Comunidad Autónoma de Madrid, en la Puerta del Sol.

    lunes, diciembre 04, 2006

    1968 LA UNIVERSIDAD

    Todas las fantasías que había elaborado sobre mi ingreso en la Universidad se fueron volatilizando, como si hubiera abierto la botella que encerraba el genio y éste, en lugar de concederme el deseo, hubiera escapado, el muy traidor.

    Nadie tuvo la culpa de que tanta gente decidiera estudiar Filosofía y Letras justo el año en que conseguí un turno vespertino en la oficina. La consecuencia fue que implantaron el horario de tarde para todos los alumnos de primero. Encontré una compañera a quien le interesaba una jornada alterna y renegociamos con la empresa. Me sirvió de bien poco: las clases comenzaban cuando yo estaba saliendo de la oficina en la semana buena, y cuando trabajaba de dos a diez se me iban las mañanas en dormir las horas trasnochadas el día anterior. De resultas, ya desde el principio tuve que renunciar a aprobar el Árabe (lo había preferido al Griego) y la Filosofía.

    No recuerdo mi primer día de clase, que no debió ser el primero del curso. Sin embargo, poco he tenido que meditar para traer a la superficie el huracán de sensaciones que supuso mi investidura como estudiante universitaria. Otra cosa es poder trasmitirlas.

    Aquel recinto era la embajada en España de un mundo extraterrestre, ajeno a todo lo que yo había conocido hasta entonces. Primera conclusión: yo era la intrusa. La segunda era que, no obstante, estaba dispuesta a perseverar hasta sentirme una más. Comprendí también que mi forma de vestir era ridícula en aquel ambiente. No entendía nada de lo que decían los profesores, y no era capaz de tomar unos apuntes medianamente inteligibles. No participaba en las conversaciones de mis compañeros por miedo a decir alguna inconveniencia que me delatara como advenediza. No tenía tiempo de acercarme al bar de la Facultad, aunque pronto deduje que ese lugar era tan importante como las aulas. Veía como mis compañeros se iban agrupando por la fuerza de lo cotidiano y de las afinidades ideológicas o culturales, y yo no podía impedir mi aislamiento.

    Calculé que la mayoría de los alumnos eran cuatro años más jóvenes que yo, toda una vida a esa edad. Enseñé unos poemas a un grupo de chavales que me saludaban cuando aparecía por clase, y dictaminaron que mi estilo recordaba a Blas de Otero: busqué inútilmente al poeta por todas las librerías. Acudí a alguna asamblea cuya convocatoria, aunque textualmente inocua, sugería un enfrentamiento contra lo establecido. Sin saber cómo ni cuándo - sí el porqué - me reconocí como antifranquista: era romántico e insensato, pero se adecuaba como un guante a mi incomodidad vital. Este reconocimiento no implicaba mayor compromiso, en mi opinión de entonces, que leer el diario Madrid y la revista Triunfo, asentir cuando alguien se despachaba en contra del régimen e iniciar tímidas conversaciones dentro y fuera de la Facultad acerca de nuestra condición de país atrasado y sometido.

    Cuando acudí a una asamblea en el aula magna de la Facultad de Derecho, desbordada de gente, tomé conciencia de que comenzaban otros tiempos. No recuerdo ni qué se dijo, y creo que acabó con miedo y taquicardia por causa de la policía que aguardaba en el campus, pero desde ese día ya no pude volver a mirar el mundo de la misma manera.

    Ese curso aprobé cuatro asignaturas entre junio y septiembre. Ya era una universitaria en toda regla.

    viernes, diciembre 01, 2006

    1968 EUGENIA

    En 1967 había entrado a trabajar en la oficina una muchacha de aspecto atlético, antipática, vestida con pésimo gusto, no demasiado guapa y con unos aires de grandeza incomprensibles, dada su condición de mecanógrafa de tres al cuarto. Se llamaba Eugenia.

    Un día descubrimos que habíamos nacido el mismo día del mismo mes del mismo año, mira tú que curioso, y que nuestros nombres comenzaban con el mismo prefijo -"bueno", en griego -. Nos hicimos inseparables en poco tiempo.

    Si alguna vez he tenido por una mujer un sentimiento parecido al enamoramiento fue por ella. O quizá fuese un enamoramiento verdadero, aunque platónico; sin embargo, tiendo a pensar que no, porque cuando me enamoro sigo unas pautas de comportamiento con el objeto de mis venturas o desventuras, conmigo misma y con el resto del mundo que no reproduje en este caso.

    La intimidad con ella me corroboró que mi primera impresión había sido acertada, aunque parcial: sin negar todas las cualidades que le había atribuido en un principio, resultó ser una mujer mucho más culta que la mayoría de las que yo tratara hasta entonces, sensible, insegura, y con una fuerza de voluntad de mucho calibre. Además, en el tú a tú era una conversadora incansable.

    Con ella conocí la primera familia bohemia de mi vida, familia que me adoptó inmediatamente, respondiendo a mi adoración por todos los miembros que convivían en el diminuto apartamento compuesto de cocina, baño, dormitorio y "salón", Jesús, y qué pomposamente llamaban así a un cuarto de estar durante el día y de dormir por la noche. Una mesa y un enorme piano de cola invadían el espacio disponible, proclamando un pasado más desahogado y alimentando ahora los delirios de grandeza cultural de la familia.

    El padre los había abandonado hacía tres o cuatro años por su secretaria, y les pasaba una cantidad ridícula para sobrevivir. La hermana mayor vivía desde pequeña con unas tías que le pagaban la carrera de música y clases de canto. La madre - ahora me recuerda a la Castafiore - tendría entonces unos cincuenta y pocos, y era corpulenta, cursi, besucona y permisiva. La casa siempre estaba tomada por los escasos amigos de sus hijos, grupo al que me incorporé sin demasiadas reticencias, a pesar de ser chica y provenir de un mundo que consideraban poblado por seres groseros e insensibles.

    Tardes dedicadas a escuchar viejos discos y a una Maria Dolores Pradera ya talludita y con similitudes con la mamá por su calidad de esposa abandonada; conversaciones sobre los últimos libros leídos; lecturas de poemas de unos y otros; extraños cruces sentimentales nunca concretados; algún criptogay; algún dandy, muchos problemas económicos y canciones de Falla interpretadas por la hermana mayor, con la madre al piano; en las pausas, se criticaba la mala vocalización o el escaso repertorio de tal o cual soprano. También poníamos en común nuestros sueños más íntimos. Todo ello con más té que vino, aunque también, y con la certeza de ser un grupo escogido.

    Enseñé a Eugenia a vestirse mejor y a ligar. Yo dejé de pintarme los ojos. En el verano de 1968 nos fuimos juntas a pasar diez días a Cádiz, a una residencia de monjas seglares (lo más barato que encontramos, aunque a cambio debíamos estar a las once en la cama), mis primeras vacaciones en la playa.

    Fue una relación feliz y enriquecedora para ambas (quiero pensar). Dejamos de vernos porque cuando me casé sintió que la había traicionado.

    Me gustaría reencontrarla.
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