No habíamos contado con que Ex se quedaría sin trabajo, de modo que tuvimos que reorganizarnos: él buscó un par de alumnos particulares y yo conseguí colocarme en el entramado del censo general de población de 1970, como coordinadora de un grupo de agentes. Las clases eran por la mañana y lo del censo por la tarde: nada estaba perdido.
Me había matriculado en Psicología, que entonces se estudiaba como una especialidad en la Facultad de Filosofía y Letras. Arrastraba el Griego de primero y segundo, el Latín de Segundo y la Historia de España, quizá alguna más, no estoy segura. Aprobé todo entre junio y septiembre: estuve magnífica, a pesar de las huelgas, las reuniones, el nuevo trabajo y el trajín de la
casa nueva.
Porque la
casa nueva se convirtió en la fonda El Sopapo: todo huido de la policía, toda pareja que necesitaba echar un polvete, todo recién llegado a Madrid, toda moza que se peleaba con su familia, todo sobrino que suspendía un trimestre las Mates o la Lengua, todo... dios, recalaba por allí. Y más agua a la sopa, o más patatas al puré, o más garbanzos al cocido. Y mucho, mucho té con hierbabuena. Desde entonces odio las salchichas al vino blanco, las chuletas de aguja de cerdo, la panceta y las sardinas en aceite; he conseguido reconciliarme con las lentejas, pero el repollo, la sopa y el puré de verduras han quedado proscritos para siempre de mi mesa, como la morcilla de patata, los chicharrones y el jurel. Algún día íbamos a comer a casa de mi suegra, de mi madre, de nuestras respectivas hermanas casadas, a casa de los Conejo, y aprendí a cocinar decentemente: cuando se cuenta con malos ingredientes se imponen lo barroco y las especias.
Ese curso conocí a mi, desde entonces, inseparable amiga Ana. Y a mucha más gente con la que aún me continúo viendo, y a otros que en el '73 tuvieron que salir huyendo con nuestros pasaportes, y a algunos con los que me terminé peleando, y a unos cuantos que sé que ha sido de ellos porque ahora son famosos escritores, famosos políticos, famosos cineastas o famosos ex famosos.
Asistía regularmente a clase. El trabajo era facilón. Estudiaba. Me iba enterando de qué iba la vaina de la izquierda con todo su floreo de siglas y consignas. Participaba en acciones como introducir panfletos en la Facultad, o en manifestaciones relámpago - los llamábamos
saltos - consistentes en cortar la calzada entre quince o veinte personas, tirar pasquines, dar cuatro gritos y salir huyendo por la calle que no era la que previamente habías considerado menos peligrosa. Acudía a asambleas que abortaba la policía antes de leer el orden del día. Ex, además, estudiaba, estudiaba, estudiaba; pocas veces se acordaba de la guitarra. Con todo, siempre encontrábamos momento y lugar para un polvo de urgencia, aunque las siestas interminables o las noches en blanco escasearan, sumergidos como estábamos en el huracán del final del franquismo.
Ex debería continuar las milicias universitarias ese mismo verano, y vivíamos tan al día que se impuso una solución de urgencia: yo iría con Ana a Alemania, a trabajar en la Mercedes Benz de Stuttgart: tres meses de buen sueldo sin impuestos por nuestra condición de estudiantes. Luego, ya se vería.